El suicidio asistido de María José Carrasco, enferma terminal de esclerosis múltiple, por parte de su pareja, Angel Hernández, ha desatado de nuevo la polémica sobre la necesidad de una regulación de la eutanasia en España; una propuesta que ha entrado de lleno en la precampaña del 28-A. La mayoría de las formaciones se muestra partidaria, excepto el silencio del líder del PP o el rechazo de Vox. La jerarquía católica mantiene su oposición sin matices a lo que califican de «muerte provocada». Lo cierto es que el concepto de eutanasia, concepto que rebasa la idea de una muerte digna sobre la que ya existe un amplio consenso social y científico, entra de lleno en la decisión personal de quienes no quieren seguir adelante con una calidad de vida claramente deteriorada.
Diversas regulaciones.
Sólo un reducido número de países –Holanda, Canadá, Bélgica, Colombia, Luxemburgo y varios estados norteamericanos– cuentan con una normativa legal que ampara casos como el protagonizado por María José y Angel. Ello, sin embargo, no puede considerarse un pretexto para seguir aplazando un marco que atienda una realidad a la que tienen que hacer frente enfermos y sus familiares cuando se trata de patologías irreversibles y que suponen un menoscabo de la calidad de vida de quienes las padecen. Se trata, pues, de una cuestión de conciencia y decisión personal que no se resuelve ignorándola como parece que se defiende desde determinadas posiciones.
Máximas garantías.
Una decisión de esta gravedad requiere, por supuesto, la exigencias de garantías de que cualquier decisión se adopta en pleno uso de las facultades mentales y libertad; unas cautelas que requieren del apoyo psicológico que sea preciso por parte de las autoridades sanitarias. La clase política española no puede seguir esperando al próximo caso de suicidio asistido para posponer la toma de decisiones.