El deporte español llora la pérdida de uno de sus mitos. Manolo Santana, fallecido ayer en Marbella a los 83 años, surgió de la nada para convertirse en una leyenda. En uno de esos deportistas que, como Federico Martín Bahamontes, Ángel Nieto, Severiano Ballesteros o nuestro Guillermo Timoner, lo cambiaron todo en nuestro país. Comenzó siendo recogepelotas –contribuía con las propinas que ganaba a paliar la maltrecha economía familiar– para después golpearlas con maestría, estilo y éxitos. Muchos éxitos. Fue el gran impulsor del tenis en España y conquistó un terreno hasta entonces inexplorado. Ganó el US Open y Roland Garros, aunque el torneo que supuso su estallido mundial llegó en Wimbledon. Fue coronado el rey de la hierba cuando en nuestro país apenas se jugaba sobre esta superficie.
Un ejemplo a seguir.
Además de sus logros individuales, Santana también impulsó al tenis español a nivel de selección. Logró el oro olímpico en México y contribuyó a que España alcanzara dos finales de Copa Davis, otro territorio inhóspito hasta entonces. Aquel chaval que hacía de recogepelotas para llevar dinero a casa, aquel niño empecinado en entrar en un mundo elitista y glamuroso, colgó la raqueta a los 40 años de edad y con 72 títulos.
Más allá de los títulos.
Una vez retirado, Manolo Santana quiso estar cerca del tenis, su gran pasión. Fue capitán del equipo español de Copa Davis en dos etapas y director del Mutua Madrid Open durante más de una década. Siempre cercano a los tenistas, era habitual verle en ruedas de prensa de Juan Carlos Ferrero, Carlos Moyà o Rafael Nadal, por quien sentía una auténtica devoción. Quién sabe si el manacorí hubiera alcanzado la cumbre si Manolo Santana no hubiese abierto el camino. Porque aquellos éxitos en blanco y negro alumbraron a una generación entera y a sus descendientes. Santana demostró que España era algo más que sol y toros en aquellos alocados años 60 y que la raqueta no se usaba solo para espantar moscas.