Quien advirtió que el conflicto yugoslavo no se resolvería fácilmente, tenía toda la razón. Tampoco hacía falta ser un experto para saber que un tirano tan sanguinario como Slobodan Milosevic no sería fácil de vencer porque él y quienes le secundan y apoyan no tienen límites de conciencia a la hora de atacar y menos a la de defenderse. El genocidio se realiza, ahora, a la desesperada y se intenta extender el conflicto a Albania, Montenegro y Croacia.
Las fuerzas serbias, ya sean militares, policiales o paramilitares, no reconocen ninguna frontera, ni física ni política ni moral. De manera que penetran en territorios más allá de sus fronteras y atacan a las poblaciones civiles con la evidente intención de practicar el «cuanto peor, mejor». Expulsan a los kosovares de su territorio y, a la vez, les cierran las fronteras condenándoles a errar famélicos, desabrigados, sin techo, sin comida y sin esperanzas.
Es un castigo mucho peor que el sufrido hasta el momento, que se complementa con las matanzas de montenegrinos y los ataques a los albaneses en su propio país. Era de esperar de una fiera acorralada que no tiene más que un aliado, Boris Yeltsin y Rusia, que, como el patriarca de la Iglesia ortodoxa de todas las Rusias, no puede ofrecerle más que apoyo moral.
Lo único que puede hacer Rusia es oponerse, sin resultado alguno, a las decisiones que van tomándose sin que se tenga en cuenta su opinión. Necesita demasiado el dinero del exterior para hacer una oposición seria a la OTAN y, especialmente, a los Estados Unidos. La gran Serbia sólo tiene, en un débil Yeltsin, un icono de yeso. Ahora sólo falta ver si habrá ataque contra la salida yugoslava al Adriático o embargo de cualquier tipo a Yugoslavia. Pero, cada día que pasa es una nueva sangría a la población mártir kosovar.