Hoy celebramos el Dia de les Illes Balears, en conmemoración de la histórica jornada en que se aprobó el Estatut d'Autonomia. A nadie se le escapa que esta fiesta de nuevo cuño resulta vacía de contenido por el hecho innegable de que en este archipiélago los mallorquines se sienten mallorquines; los ibicencos, ibicencos, y los menorquines, menorquines, antes que baleares. Y ahí precisamente está la labor, difícil y lenta, de las autoridades autonómicas, la de crear en la ciudadanía de estas islas un verdadero sentimiento de país, igual al que sienten los vascos "que son antes vascos que vizcaínos, guipuzcoanos o alaveses" y los catalanes "que también anteponen su autonomía a sus respectivas provincias". La insularidad, qué duda cabe, juega en contra nuestra y siempre será un obstáculo duro de saltar. Pero no imposible. Lo que ocurre es que tal vez se ha puesto poco empeño hasta ahora o que faltan elementos fundamentales de cohesión.
Los seres humanos, a la hora de evocar sensaciones y sentimientos, nos movemos por símbolos, por emblemas, por señas de identidad. Y, cuando hablamos de patria, nada hay tan significativo como una bandera, un himno, una imagen y un sonido capaces de evocar todo lo demás: el paisaje, la gente, la gastronomía, el olor y el color de nuestras cosas más amadas. Aquí nos falta eso. Y desde luego no llegaremos a conseguirlo con la fiesta que ha organizado este año el Govern, quizá nacida de la improvisación. Jornadas dedicadas al patinaje, al hockey, al cross o a la petanca poco tienen que ver con nosotros, con nuestras más arraigadas tradiciones y sentimientos. Están bien como celebración deportiva o escolar, pero no para una Diada nacional, que pide a gritos la exaltación de lo nostro: nuestra música, gastronomía, folclore, tradiciones históricas, artesanía popular... En fin, todo lo que nos identifica como lo que somos: un país.