L a voz de alarma ha saltado en Mallorca. Hay menos turistas que en las últimas temporadas y, en cambio, la cantidad de basuras que generamos no deja de crecer. Un mal síntoma para una comunidad como la nuestra, insular, con poquísimos recursos a la hora de deshacerse de los desperdicios. Las cifras hablan por sí solas y en un solo día la planta incineradora recibe más de mil doscientas toneladas de basura. Basta multiplicar por 365 días y verán que la cantidad es casi inimaginable. Y, aunque se incinere toda esa porquería, las cenizas resultantes seguirán constituyendo un enorme problema.
Visto así, parece que el asunto no tenga solución, y seguramente la tiene. Claro que, como en casi todo, el quid de la cuestión se encuentra en el origen. Cierto que nuestra calidad de vida se ha incrementado en los útimos años, pero ¿tanto como para multiplicar hasta el infinito la cantidad de basura que generamos? Se trata más bien del cambio en el estilo de vida. Si hace poco las mujeres acudían al mercado con sus carritos de compra y sus hueveras de metal, ahora en la mayoría de los supermercados resulta casi imposible comprar algo que no esté envasado. Quizá la clave sea que así los empresarios del sector ahorran en personal que tiene que pesar el género, envolverlo y entregarlo al cliente. Ahora todo lo hace el consumidor, que se lleva a su casa, digamos, cuatro kilos de fruta y uno de envases y envoltorios diversos, además de las miles de bolsas de plástico que cogemos al cabo del año en los comercios.
Todas las amas de casa lo habrán comprobado. Cada día que pasa nuestras basuras son más voluminosas, pero no porque consumamos mucho más que antes, sino porque los mismos productos vienen envasados con varios envoltorios.
Ahí es donde las autoridades tienen que hilar fino, en el origen de la basura, para no tener que llorar después por no saber qué destino darle.