Las relaciones entre el nacionalismo vasco y el Gobierno central se están convirtiendo en algo parecido a una persecución ciega y cruel que, sin quererlo, está afectando muy seriamente al resto de las sensibilidades nacionalistas de este país. Desde que la banda terrorista ETA rompió la última tregua, el presidente del Gobierno, José María Aznar, está demostrando una ferocidad inusual en sus críticas a partidos que antaño fueron sus aliados, PNV y Eusko Alkartasuna, que, por otra parte, han mantenido una actitud demasiado tolerante con los radicales y con el entorno de ETA. Quizá lo más lamentable de todo ello sea la situación y el momento elegidos por el presidente para lanzar sus dardos contra otros partidos políticos. El lunes, cuando el país entero recibía con estupor y con horror la noticia de tres nuevas muertes en pleno Madrid, el presidente señalaba con el dedo acusador nada menos que al consejero de Educación del Gobierno vasco, un hombre que sin duda jamás en su vida habrá albergado deseo alguno de amenazar "y mucho menos de asesinar" a nadie. No es tiempo de acusaciones sin fundamento, de insultos, humillaciones y críticas crueles hacia otros partidos. Al contrario. El presidente sabe que la situación política y de seguridad de este país está seriamente comprometida con la última oleada terrorista, que pone a cualquier ciudadano en el punto de mira. Es hora de afrontar la realidad tal cual es. Y es muy dura. Terrible, para muchas personas. Por eso están ahora de sobra las proclamas partidistas y la lucha feroz por satanizar el nacionalismo. En este país se cuentan por millones los nacionalistas y, por fortuna, prácticamente todos ellos son ciudadanos pacíficos y pacifistas que se horrorizan ante la barbarie etarra. No es de recibo que todas esas personas tengan que escuchar del presidente de la nación insultos y críticas inmerecidos. Hay que acabar con ETA, pero éste no es el procedimiento más adecuado.
Editorial
El discurso de Aznar, fuera de lugar