La oleada terrorista de los últimos meses está dando que hablar en todos los estamentos de la sociedad. Y quizá uno de los casos más polémicos sea el de la inaudita reacción del juez Guillermo Ruiz Polanco contra el etarra Harriet Iragi, que le amenazó de muerte cuando le tomaba declaración. Resulta del todo comprensible para cualquier ciudadano que un hombre amenazado reaccione diciendo al presunto asesino del doctor Muñoz Cariñanos en Sevilla que «le daría dos hostias». Y más teniendo en cuenta el contexto en el que se produjo el incidente, con los recientes atentados contra miembros de la judicatura.
Sin embargo, hay que tener siempre presente que los jueces "por más personas, hombres o ciudadanos que sean" deben estar muy por encima de la tentación de implicarse personalmente en los casos que deben juzgar. No en vano, la más sagrada condición de un magistrado debe ser la imparcialidad, la capacidad de asistir al relato de unos hechos tremendos con frialdad, con distancia, con el desapego necesario que le permita valorar las cosas con la rectitud que le exige la Ley.
Así las cosas, parece lo más correcto la posición adoptada inmediatamente después de lo ocurrido, cuando el propio Ruiz Polanco reconoció su error, decidió abandonar la causa y la Audiencia Nacional abrió diligencias informativas para aclarar el asunto. La situación no está en este país para complicar aún más las cosas, así que lo que debe hacer ahora Ruiz Polanco es denunciar la amenaza de muerte proferida por el presunto etarra y añadir así un eslabón más en la cadena de crímenes de los que se le acusa. Tal vez así aprenda esa gentuza a respetar un poco la figura de quien, después de todo, sólo defiende el imperio de la Ley en un Estado democrático.