Resulta cuando menos anecdótico que tras la aprobación en el Parlamento holandés de una ley que despenaliza la eutanasia se destape la caja de los truenos y grupos políticos de aquí y de allá pidan que en nuestro país se adopte inmediatamente una medida semejante. El Gobierno, como era de esperar, asegura que en España eso de ayudar a morir a quien no puede acabar libremente con su vida «no encaja» y, desde luego, no piensa revisar el Código Penal para incluir un asunto como ése, hoy considerado delito. En Holanda mismo, que siempre parecen ir a la cabeza en temas sociales y polémicos, han pasado nada menos que 25 años debatiendo esta cuestión. Y ahora lo que han hecho es determinar en una ley los detalles de una práctica que estaba activa desde hace años, acotando así las iniciativas médicas que serán legales y las que seguirán siendo un hecho delictivo.
En nuestro país la realidad es muy distinta. Cierto que éste es un debate casi eterno, pero que en la práctica sólo afecta a quienes se encuentran en tan penosa situación. Y a la hora de la verdad, cuando uno se ve en ese trance, lo mínimo que espera es que su problema esté contemplado por la legislación. Es decir, que exista una salida digna y legal para casos como ésos.
Los católicos, o creyentes de otras religiones, que encuentren monstruosa la posibilidad de ser ayudado en un suicidio, evidentemente nunca solicitarán algo así, pues ésta es siempre y por encima de todo una opción personal, íntima e intransferible, que nadie podrá decidir por cuenta ajena.
Pero el resto de los mortales, que no practican creencia religiosa alguna o, simplemente, han optado por abandonar este mundo y padecen una grave incapacidad irreversible, deben contar con el respaldo de la ley y de las autoridades, que nada logran con eludir temas espinosos que están al cabo de la calle.