El «sub» Marcos ya está en la capital mexicana y ahora empieza para él la etapa más difícil de su proyecto para devolver la dignidad a los pueblos indios del país azteca. Si bien ha tenido que recorrer tres mil kilómetros en dos semanas y enfrentarse al examen que suponía llenar la plaza del Zócalo mexicana, donde caben más de 150.000 personas, lo peor del proceso llega ahora. Porque Marcos y sus compañeros de lucha exigen tres condiciones para retomar el diálogo con el Gobierno que lleva cinco años atascado: liberar a todos los presos zapatistas, desmantelar las siete bases militares que el Gobierno colocó en Chiapas y aprobar una ley que reconozca los derechos de los indígenas.
De todo ello se ha cumplido sólo una parte, aunque todo parece indicar que la citada ley será aprobada a corto plazo por el Congreso, a pesar de que, dicen, el presidente Vicente Fox «tiene miedo» a las consecuencias que una normativa que habla de «autonomía» y «territorio» pueda traer.
Y ahí está el quid de esta cuestión. Que no se trata sólo de potenciar la cultura indígena, de oficializar los idiomas de esas 56 etnias que conviven en el país o de garantizar su subsistencia económica y social. Los zapatistas han pronunciado las palabras más temidas por todo Estado contemporáneo: «territorio» y «autonomía», algo que podría derivar peligrosamente en ambiciones soberanistas para quienes, en realidad, son los auténticos mexicanos, los que ya estaban allí cuando llegaron los colonizadores españoles.
Se vislumbra, pues, una dura negociación, que con toda seguridad rebajará considerablemente el calado de los términos de esa ley. Lo malo es que si el presidente Fox y los parlamentarios no saben llevar a buen puerto el proceso, conciliando las dos posturas opuestas, los zapatistas podrían decidir volver a las armas.