Después de la polémica suscitada al no firmar los obispos españoles el pacto antiterrorista suscrito por PP y PSOE, y que provocó un distanciamiento entre la Iglesia y el Gobierno, cobran más valor las declaraciones realizadas ayer por el presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela, al indicar que «no es lícito colaborar de ningún modo con ETA ni con su entorno». Rouco añadía que «quienes lo hicieran no merecerían el nombre de cristianos». Si bien se trata de dos afirmaciones que se sitúan en el contexto de lo que marcan los cánones de la Iglesia y no salen de lo que es previsible, era preciso que alguna autoridad eclesiástica las pronunciara tras el enfrentamiento entre las instancias políticas y la Conferencia Episcopal. Aunque también quiso dejar claro que los partidos políticos no deben suplantar a las instancias religiosas.
Ahora bien, habrá quien pueda pensar que, como en tantas otras ocasiones, la Iglesia ha tardado excesivamente en poner las cosas en su sitio y en dejar claro que, en ningún caso, justificará las acciones de los violentos, sino todo lo contrario. De hecho, muchas personas echaron de menos una reacción más rápida cuando se levantó la polémica sobre la firma o no del pacto. Las explicaciones eran entonces precisas y lo siguen siendo ahora. Es cierto que la Iglesia no debe entrar en el juego político, pero, al formar parte de la sociedad y mantener unos criterios éticos específicos y concretos, no puede mantenerse al margen de cuanto acontece en la misma. Por ello es enormemente importante que Rouco Varela dijera también ayer que es «obligación moral de todos colaborar en la protección de los amenazados y en la erradicación de los crímenes terroristas», ya que pone de manifiesto una postura de firmeza clara y rotunda frente al mayor problema con el que se enfrenta el país.