El que fuera director general de la Unesco, Federico Mayor Zaragoza, ha tenido cuando menos la decencia de reconocer lo que resulta indiscutible: que los países ricos han incumplido todas las promesas relativas a posibilidades de desarrollo que hicieron a los países pobres. Un fracaso mundial acerca del que vale la pena reflexionar en torno a esa dichosa cumbre de Barcelona, en la que, por encima de todo, cabe hablar de un mundo mejor. El 18% de la humanidad posee el 80% de la riqueza mundial. Mientras, el mundo es un lugar en el que se producen inenarrables movimientos de población, penosas migraciones que se podrían evitar con tan sólo algo tan sencillo como que se diera a los países menos favorecidos aquel 0'7% que en su momento se les prometió.
La globalización es un concepto bastardo, que realmente sólo se refiere a la universalización de la pobreza. Los organismos internacionales que entienden de la distribución de los bienes, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, tergiversan los conceptos y, en realidad, defraudan cuando hablan de mundialización. El denominado tercer mundo parece condenado a la miseria en nombre de criterios que sólo atienden al fortalecimiento de las economías de las principales potencias mundiales.
Bastante antes de los acontecimientos del 11-S, el país más poderoso del planeta, Estados Unidos, ya estaba cerrado en banda a la hora de suscribir acuerdos que formalizaran la conformación de un mundo más justo, más igualitario, más democrático. El formidable desarrollo tecnológico y todo lo que el mismo procura al ser humano del siglo XXI no alcanza en estos momentos ni siquiera a la mitad de la población mundial. Y entendemos, con el que fuera responsable de la Unesco, que éste es el auténtico reto que el mundo occidental, libre y teóricamente civilizado, debe afrontar en este tiempo: hacer del planeta un lugar mejor para todos.