La cumbre de Sevilla tenía como objetivo principal obtener un compromiso entre los países miembros para regular la inmigración ilegal que se produce en el continente. La propuesta inicial de España finalmente fue suavizada, porque pretendía promover sanciones a los países pobres que no consiguen controlar el flujo migratorio. Una idea absurda porque lo que esos países necesitan es precisamente lo contrario, es decir, estimular política, económica y socialmente a la población para que prospere en su propia tierra, sin necesidad siquiera de plantearse la aventura incierta de la emigración.
Pero ocurre exactamente al revés y las naciones más poderosas se esfuerzan en condenar a las del sur a la más extrema de las pobrezas, a la injusticia social y a poderes dictatoriales o, como mínimo, corruptos. Con ese panorama los ciudadanos de esas zonas no encuentran más salida que intentar salir de allí para buscar en Europa "o Estados Unidos, o Canadá" las oportunidades que se les niegan sistemáticamente.
Algo tan sencillo no parece entrar en los planes de los jefes de Estado y de Gobierno reunidos en Sevilla, que prefieren plantearse alternativas como sanciones, fronteras fortificadas y expulsiones inmediatas para los 'sin papeles'. Claro que las mafias que trafican con seres humanos deben ser perseguidas y combatidas, por todos los medios, pero no utilizando como chivos expiatorios a sus propias víctimas, sino atacando la raíz del problema, que no es otro que la miseria, la desesperanza y la ausencia de un futuro claro. Al final ha imperado el sentido común y se ha optado por premiar a los países que colaboren en el control de las mafias con ayudas extraordinarias, pasando así a incentivar lo positivo en vez de lo negativo.