Cuando debido al empeño de algunos la pugna entre Occidente y el Islam parece haber llegado a extremos de inevitable enfrentamiento, las elecciones celebradas en Turquía, el más occidental de los países que se nutren de la cultura islámica, se convierten en una curiosa sugerencia histórica. Desde hace casi 80 años, Turquía no es un Estado confesional pero la religión del Islam continúa siendo la creencia mayoritaria. Los esfuerzos del fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk, alcanzaron hasta la occidentalización de las costumbres pero no lograron permeabilizar las profundas motivaciones religiosas.
Y en ese país, miembro de la OTAN, aspirante al ingreso en la UE y fiel aliado de los Estados Unidos, las urnas quieren hoy que gobierne un partido islamista de reciente cuño. Las causas de ese giro hacia un islamismo que se perfila inicialmente como moderado no son fáciles de determinar. A juicio de algunos, ello traduciría un ansia de protección contra unos militares de inquebrantable ortodoxia que si bien llevan años sin dar un golpe de Estado, sí se permiten, como hicieron en 1997, «avisar» al Gobierno que se desvía, provocando su caída. Otros juzgan que el retorno a las esencias remite a la nostalgia que sienten los turcos por un pasado de grandeza imperial forjado bajo el signo del Islam.
Sea como fuere, Turquía, el puente entre Europa y Asia, ha virado hacia el Islam en momentos especialmente significativos. Es pronto para establecer hasta dónde puede llegar una república islámica en dicho enclave, pero no cabe duda que el devenir de los acontecimientos, máxime si se produce un ataque norteamericano contra Irak y la radicalización de las posturas que ello puede generar en el mundo árabe, sería susceptible de añadir tensión a una situación de por sí compleja. A partir de ahora, Europa está obligada a analizar muy cuidadosamente cualquier estrategia de aproximación proveniente de una Turquía que lleva años tocando a la puerta del viejo continente.