Está claro que el presidente de Estados Unidos tiene una espina clavada en el corazón con el líder iraquí, Sadam Husein, al que su padre no logró derrotar a pesar de su aplastante hegemonía militar, económica y política. Ahora, cuando se ha cumplido largamente el año desde que otro musulmán, Osama Bin Laden, le escupiera en la cara con los atentados de Nueva York y Washington, George Bush se ve obligado a presentar ante el mundo y ante sus compatriotas una victoria. Y eso pasa por capturar a uno de los más destacados representates de eso que él llama «el eje de mal».
Son muchos los que creen que, caído el muro de Berlín y desaparecido el comunismo como enemigo a combatir, la maniqueísta concepción del mundo que tienen los norteamericanos necesitaba crear un nuevo enemigo. Ahora lo tienen, desde luego, y se llama Bin Laden. Pero el terrorista saudí ha resultado más vivo de lo que esperaban y se está demorando más de lo previsto su captura. De ahí que el Ejército más poderoso de la tierra y su presidente al frente vuelvan los ojos a Irak, una nación hambrienta y manipulada por un líder que no dudará un instante en mandar a la muerte a miles de sus ya torturados conciudadanos.
Pese a las tensiones de los últimos días, la guerra contra Sadam no será inmediata. De hecho, según los planes del Pentágono, hasta marzo no se habrá conseguido trasladar a la región del Golfo todo el material técnico y humano necesario para la contienda, que promete ser de dimensiones históricas, si llega a producirse. Quizá por eso la ONU le haya dado de plazo hasta el 21 de febrero a Irak para demostrar que cumple sus resoluciones. Porque de no ser así, al concluir el plazo, la maquinaria de guerra sí estará preparada.