La dramática situación y la extrema pobreza de los países del norte de Àfrica y de los subsaharianos provoca un constante reguero de inmigrantes ilegales que intentan acceder a las costas españolas, unas veces con la intención de quedarse y otras con la de viajar a otras naciones europeas, utilizando los medios más peregrinos, lo que, desgraciadamente en algunas ocasiones se convierte en una tragedia, como por ejemplo la del naufragio de una de las últimas pateras en el que perdieron la vida, al menos, treinta y cuatro personas. Muchas veces este viaje incierto es organizado por mafias que a cambio de importantes sumas se ofrecen a transportar a los inmigrantes. La cruda realidad es que, ante las mínimas dificultades o la presencia de vigilancia, cientos de personas, hombres, mujeres y niños, han sido abandonadas a su suerte en aguas del Estrecho.
Es cierto que los países de la Unión Europea (UE) no pueden dejar que continúe de forma incontrolada esta llegada masiva de inmigrantes, máxime si no se dan las condiciones necesarias para garantizarles un trabajo y unas condiciones de vida dignas para todos. Ante esta imposibilidad material, por el momento, la única opción que se aplica es la repatriación. Evidentemente esta no es la alternativa de futuro. Realmente el auténtico problema de fondo está en el mismo origen y en las enormes diferencias existentes entre los países desarrollados y los del Tercer Mundo.
Poner remedio a este drama humano requiere cambiar radicalmente la dinámica y las relaciones internacionales. Se trata de pasar de posturas de dominio y explotación a otras de colaboración para que los menos desarrollados puedan alcanzar un nivel que permita a sus ciudadanos una vida digna sin tener que buscarla más allá de sus propias fronteras.