El fin de una era. Así es como muchos han calificado estos días que vivimos en los que José María Aznar se despide del ruedo político no sin renunciar al ruido y a las nueces. Lo que podía haber sido una oportunidad para salir por la puerta grande del Parlamento en su última comparecencia se convirtió esta semana en una muestra de lo esperpéntica que resulta la situación cuando -nunca en 25 años había ocurrido- la oposición en pleno, izquierdas y nacionalistas, se negaron a votar la reforma del Código Penal que pondrá entre rejas a quien se atreva a convocar una consulta popular.
Ese es el legado de Aznar: la ley hecha a medida como regalo envenenado hacia el nacionalismo vasco, que se ha convertido en su obsesión durante los últimos cuatro años.
Aunque muchos confían en que el Tribunal Constitucional echará por tierra la remodelación del Código Penal, lo cierto es que de momento Ibarretxe se enfrentará a un delito penado con cinco años de prisión si se atreve a pedir opinión a su pueblo sobre algo tan trascendental como su futuro político.
Pero no queda ahí la cosa, porque detrás de los vascos, que suelen ir abriendo brechas, están los catalanes, los andaluces y hasta los gallegos, que ya han expresado su intención de reformar sus estatutos más pronto que tarde. Aznar, empeñado en seguir por ese camino de altanería y modales bruscos que ha elegido para pasar a la historia -tan alejado del Aznar de la primera legislatura- encarna el espíritu contrario al que expresó el Rey cuando recibió al nuevo presidente del Parlament catalán, el independentista Ernest Benach: «Hablando se entiende la gente», le dijo. Quizá pretendía recordar a quien quiera oír que el diálogo y la capacidad de escuchar al otro se está perdiendo en este país, que ha entrado en una era de enfrentamiento radical nada saludable.