La decisión del Gobierno norteamericano de exigir agentes armados en determinados vuelos internacionales como requisito indispensable para permitir la entrada de los aviones en el espacio aéreo del país, estaba desde el principio llamada a generar controversia. Desde quienes opinan que la medida es susceptible de aumentar el riesgo de conflictos en el interior de las aeronaves, a quienes argumentan que el Ejecutivo de Washington se ha propasado con semejante exigencia, pasando por aquellos otros que creen que en el fondo la disposición no contribuirá de forma decisiva a limitar el peligro de actos terroristas, todo tipo de juicios se han venido escuchando durante estos últimos días.
Responsables de compañías aéreas, pilotos y dirigentes de la todopoderosa Asociación Internacional para el Transporte Aéreo (IATA), que agrupa a 270 compañías, han manifestado su oposición. No obstante, la actitud estadounidense se mantiene firme y más en unas fechas en las que los titulares de seguridad del país están convencidos de que existe un peligro sin precedentes de que se repitan actos como los del 11 de septiembre.
Es cierto que la presencia de agentes armados en los aviones ha dado buenos resultados en algunos casos como los de la compañía israelí «El Al» o la «Cubana de Aviación». Pero no lo es menos que semejante tipo de medidas deben adoptarse como último extremo, en el sentido de que nunca deben concebirse como lo que se ha denominado una primera línea de defensa contra el terrorismo.
La lucha contra el terrorismo debe empezar mucho antes, lejos de los aeropuertos, yugulándolo y desbaratando sus planes criminales. De ningún modo resulta positivo que los pasajeros extraigan la conclusión de que la seguridad en los aviones depende de las medidas que se adopten en el interior de los mismos. Puesto que la incertidumbre que se derivaría de ello, no sólo redundaría en el aumento del riesgo de que alguien perdiera los nervios, sino que en cierto aspecto supondría un triunfo del terror.