El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha reconocido que puso en marcha una nueva alerta terrorista en el país basándose en datos anteriores a los atentados del 11 de septiembre. No había, por lo tanto, ninguna información adicional que motivase una alarma social como la que ha existido, ante el temor de nuevos ataques de Al Qaeda.
Este temor impulsó la caída de las bolsas americanas y europeas, la subida del precio del crudo y un gigantesco despliegue policial en Washington, Nueva York y Nueva Jersey. Todo ello, en el comienzo de una campaña electoral en la que los candidatos demócrata y republicano se juegan, entre otras cosas, su firmeza ante el terrorismo.
Está claro que el terrorismo ocupa ahora mismo el primer lugar en el ránking de preocupaciones de los norteamericanos, pero nunca puede convertirse en un medio oportunista para obtener más votos, a costa del miedo y de la psicosis frente a nuevos atentados.
George Bush se equivocó en las formas, aunque el fondo esté en parte justificado por las repetidas amenazas que los terroristas de Al Qaeda han manifestado contra Estados Unidos y contra los países europeos que apoyan la ocupación de Irak.
Apelar al terrorismo y al miedo para desviar otros asuntos de interés nacional no es lícito ni conveniente en una campaña electoral como la que vive EE UU. Ni Bush ni Kerry deben utilizar como arma política la alarma terrorista, sea cual sea su origen.
Tanto uno como otro deben centrarse en procurar evitar una catástrofe como la del 11-S y en ofrecer a los estadounidenses lo que piden a la hora de votar: más seguridad, una economía estable y una mejor calidad de vida.