El papa Juan Pablo II fue despedido ayer en Roma con un funeral que reunió en El Vaticano a doscientos jefes de Estado y de Gobierno de todo el mundo y a una amplísima representación de diferentes confesiones religiosas y que congregó, además, a cientos de miles de fieles venidos de todos los rincones del globo para rendir su último homenaje a un personaje determinante en la historia reciente.
Su testamento fue desvelado un día antes, y desgraciadamente se fijó la atención erróneamente en la presunción de que el Papa se había planteado dimitir en el año 2000. Nada más lejos de la realidad. Juan Pablo II escribía, en lo que realmente más que un testamento son notas recopiladas a lo largo de toda su vida, las palabras del anciano Simeón cuando, en el Evangelio de San Lucas, manifiesta a Dios su agradecimiento por haberle permitido ver a Jesús recién nacido y le dice que ya puede marchar en paz porque ya ha contemplado el rostro del Señor.
Esa cita es realmente la expresión de un hombre que ha hecho de la oración una parte fundamental de su existencia y que está acostumbrado a rememorar, reescribir y reflexionar sobra las Sagradas Escrituras y lo que éstas suponen para el vivir cotidiano y para la ingente labor que le correspondía como sucesor de Pedro en la Cátedra de Roma.
Juan Pablo II, aunque su presencia mediática en vida fue notoria, no quiso dejar con su testamento vital un titular más para la prensa. Es más una reflexión sobre su propio camino y su cercanía al momento de la marcha, que, como se puede suponer, deja en manos de Dios.
Hoy, mirando ya hacia el futuro, el proceso sucesorio ya se ha puesto en marcha y el día 18 comienza el cónclave del Colegio Cardenalicio; pero, sin duda, va a ser imposible prescindir de la herencia y del recuerdo del Papa más viajero de todos los tiempos.