Está ocurriendo en Barcelona, pero el problema puede plantearse en cualquier lugar de España -por ejemplo, Mallorca- en donde se registre una notable inmigración, o simplemente una cierta saturación demográfica. En la capital catalana, la presión de una ciudadanía razonablemente descontenta por el deterioro de la convivencia que se vive en las calles de determinados barrios ha llevado a las autoridades a impulsar una campaña que apuesta por el civismo. Se trata sin duda de una iniciativa loable puesto que todos podemos estar de acuerdo en acabar con actitudes inadmisibles de desprecio a la autoridad, o con cualesquiera otras que se manifiesten en posturas descaradamente antisociales. Pero lo difícil en estos casos es tanto encontrar el punto justo a la hora de aplicar la ley sin lesionar derechos básicos, como hallar el momento oportuno para impedir que se llegue a situaciones extremas. Obviamente, las normas están hechas para ser cumplidas y la transgresión de las mismas no debe permanecer impune, pero otra cosa muy distinta es fiarlo todo a una política de mano dura que muchas veces se revela como contraproducente. Del mismo modo, existe siempre la posibilidad de haber llegado tarde a la hora de enfilar cuestiones que deberían haberse resuelto con calma y previsión, mediando políticas sociales adecuadas. Puesto que lo contrario puede desembocar en la generación de una peligrosa psicosis que lleve a ver en el pobre, en el que carece de vivienda, un delincuente. La confusión entre indigencia y delincuencia anida por desgracia con frecuencia en el sentir de muchos ciudadanos. Aquí se trataría de ir a la raíz del problema, es decir, paliar la necesidad, evitando así el recurso a las soluciones de última hora, tantas veces parciales e incluso injustas. Y ello es algo que requiere sensibilidad política y social, y, sobre todo, empeño a la hora de llevarlo a la práctica.
Editorial
La maldita pobreza