Todos sabemos que en política conviven individuos de muy diversas especies, que defienden ideologías, formas de ver el mundo y ambiciones de toda clase. Y sabemos, aunque a veces cuesta entenderlo, que en muchas ocasiones conviven dentro del mismo partido elementos que no se sabe muy bien qué papel pueden tener. Acabamos de comprobarlo en el seno de un Partido Popular que acoge, bien es cierto, un amplísimo abanico de sensibilidades, todas ellas unificadas por la etiqueta del conservadurismo, pero de muy distinto talante.
Si las recientes declaraciones del senador melillense Carlos Benet comparando a José Luis Rodríguez Zapatero -a quien avalan nada menos que nueve millones de votos- con el golpista Tejero fueron un mazazo al espíritu democrático y al sentido común de este país, lo que acaba de soltar su compañero Francisco Cacharro es ya de delirio.
Algo incomprensible, pues pone en entredicho a todo un partido que, en conjunto y en general, respeta escrupulosamente las reglas del juego y muestra actitudes más propias del centro-conservador que de la derechona rancia de toda la vida.
Por eso sorprende que desde la cúpula del PP -bien es cierto que algunos de sus dirigentes mantienen posturas extremistas- no se tomen medidas contundentes y tajantes para acabar con esta guerrilla de declaraciones que, lejos de restar credibilidad a quien atacan -el presidente del Gobierno-, consiguen desacreditar a quien las pronuncia.
No es la forma de hacer política. Aquí mandan los hechos y éstos reflejan una falta total de línea alternativa por parte de la oposición, que parece haberse aferrado al «no» permanente para derribar a un Gobierno que, a pesar de todo, sigue trabajando.