El Estado español es «una república de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia emanando el poder del pueblo». Así definía el nuevo modelo de nación la Constitución de la II República, que separaba definitivamente la Iglesia y el Estado; establecía la expropiación de propiedades por causa de «utilidad social», disolvía las órdenes religiosas y nacionalizaba sus bienes. Pero no era todo. España era un país casi feudal, tercermundista, atrasado e inculto, que arrastraba desde hacía siglos una tupida red de privilegios e injusticias sociales. El afán de la República fue acabar con todo ello, hacer entrar a España en el tren de la modernidad, del progreso y, además, eliminar algunos privilegios de los que gozaba la Iglesia católica, lo que suponía un lastre a la hora de acometer las grandes reformas pendientes: la emancipación de la mujer, la liberalización educativa, la universalización de la sanidad y, por supuesto, la reforma agraria.
Fue, a la postre, un intento vano, porque los cinco años que duró el «experimento» no fueron suficientes y se produjeron errores que imposibilitaron un cambio tan radical. El desasosiego de las clases altas era evidente al ver en peligro sus privilegios seculares y ello, junto al nerviosismo entre los militares y el clero, amén de la creciente inestabilidad social, sembró los cimientos de la rebelión, la guerra y, después, cuarenta años de dictadura y marcha atrás. Pero mañana, al cumplirse los 75 años de aquel día histórico, aprendiendo de la historia y de aquel periodo de luces y sombras, podemos recordar lo positivo, los logros que ahora, cincuenta años después con la Transición, hemos podido recuperar: el voto femenino, la alfabetización general, el divorcio, el aborto, el matrimonio civil, la escolarización obligatoria, las libertades básicas y, naturalmente, la proclamación de los derechos del hombre.