Una generación entera ha nacido después de la mayor catástrofe nuclear civil de la historia, pero sus efectos demoledores todavía siguen vigentes y, según algunos expertos, aún podríamos ver consecuencias genéticas del desastre dentro de treinta o cincuenta años. De hecho, el verdadero alcance del accidente nunca se conocerá porque en aquellos años ochenta, cuando el anciano régimen soviético sobrevivía en plena decadencia, la información no era, desde luego, una prioridad, y tampoco parecía serlo la salud y la seguridad de los ciudadanos. La explosión de un reactor de la central nuclear provocó, de forma inmediata, la muerte de quienes acudieron a intentar detener la secuencia de terror que debía producirse. Pero había cincuenta mil personas viviendo en la ciudad más cercana y sólo se les evacuó dos días después, cuando ya era, a todas luces, demasiado tarde. Mijail Gorbachov conoció la situación el mismo día, pero no alertó al mundo hasta 48 horas después, cuando la nube venenosa viajaba a toda velocidad por el noroeste de Europa, dejando alarmantes niveles de radioactividad en los países nórdicos, para desplazarse después hacia el centro y el sur del continente. Nunca sabremos hasta qué punto estuvimos expuestos al peligro, ni si lo estamos todavía por la contaminación de la tierra, del aire y de la lluvia. Tampoco conoceremos jamás la cifra de muertos, de enfermos de cáncer, de nacidos con horribles deformaciones. Ni siquiera es necesario. Basta con imaginarlo. Porque hoy, con el precio del petróleo en una escalada imparable, muchos sectores resucitan el afán nuclear. Miremos un momento atrás y preguntémonos por qué, en un país lleno de sol, de viento y de costas, no se apuesta decididamente por las energías alternativas, limpias y que nos regala la naturaleza.
Editorial
Veinte años después de Chernóbil