Finalmente, el presidente Bush se vio obligado días atrás a reconocer la existencia de cárceles secretas en las que agentes de la CIA llevaban a cabo interrogatorios con técnicas duras a presos sospechosos de haber participado en acciones terroristas. Más que la propia convicción y el descrédito que le hubiera supuesto negar lo que ya es evidente, a Bush le ha conducido a ello la firme actitud del Tribunal Supremo de los Estados Unidos al recordarle implícitamente que el Gobierno del país también está obligado a someterse al imperio de la ley. Por emplear una expresión coloquial, a la Administración Bush se le fue la mano desde el primer instante que siguió a los atentados del 11 de septiembre del 2001 al urgir la aprobación de disposiciones legales que chocaban frontalmente con el espíritu democrático que ha hecho grande a la nación norteamericana.
El recorte de libertades y la vulneración del derecho internacional suscrito por los Estados Unidos que se derivaron de la aplicación de una ley como la «Patriot Act», supusieron un paso exagerado, una pérdida de vista del objetivo que precisamente se decía combatir. Obviamente, ni se puede combatir el terrorismo con terrorismo, ni en nombre de la democracia se pueden conculcar sus más elementales principios.
Unas leyes restrictivas que hacían posible inimaginables atentados contra las libertades de individuos simplemente sospechosos y que daban carta blanca al Ejecutivo norteamericano en su supuesta lucha contra el terrorismo internacional, estaban socavando la esencia misma de la legalidad. Y eso es algo inadmisible, incluso al amparo de una interpretación -siempre a conveniencia propia- de las leyes.