Hace muchos años que ETA y su entorno están siendo marginados socialmente en el País Vasco. Pocas son ya las personas que se atreven a defender en público las alternativas violentas y, pese a ello, hasta ahora las autoridades no se habían atrevido a cerrarles las puertas de las instituciones. La decisión del Tribunal Supremo de eliminar las listas presentadas a las próximas elecciones autonómicas supone que, por primera vez, los partidarios de la violencia no podrán sentarse en el Parlamento vasco y condicionar la política autonómica. Es, sin duda, una buena noticia para una sociedad, la vasca, a la que le costará todavía muchos años y esfuerzos liberarse de la presión de esa minoría "cuentan con doscientos mil votos" que, a base de amedrentar a la mayoría, ha logrado mantenerse durante décadas.
ETA lo sabe y quizá por eso ha decidido entrar en la precampaña electoral poniendo una bomba en Madrid. La intención, esta vez, no era causar víctimas mortales, pero sí llamar la atención, hacer ruido y trastornar la vida normal de ciudadanos que nada tienen que ver con la política y sus laberintos. La llamada previa a tres organismos permitió desalojar la zona, por lo que la fortuna quiso que en esta ocasión no haya que lamentar más que pérdidas económicas.
El objetivo parecía ser una de las empresas que construye el tren de alta velocidad vasco, infraestructura más que necesaria en un siglo XXI que exige la modernización de todas las redes de comunicación, especialmente en una región montañosa que ejerce de enlace entre España y Francia y donde se pretende establecer un modelo de sociedad acorde con los tiempos que corren. Y eso, a ETA, claro, no le conviene, porque prefiere a la gente aislada, llena de prejuicios y alejada de los estilos de vida más modernos.