La lucha contra el proyecto del puerto de Eivissa ha acabado poniendo contra las cuerdas la declaración de la Unesco de Patrimonio de la Humanidad conseguida en 1999. Esta semana que entra, una pequeña delegación enviada por este organismo internacional realizará un minucioso examen al plan de reforma para dictaminar si su materialización debe, en el peor de los casos, poner fin a un galardón de inmenso prestigio, inalcanzable para un 99 por ciento de los lugares del planeta, poner condiciones o, directamente, pedir el archivo de la denuncia impulsada por el GEN-GOB y el Institut d'Estudis Eivissencs.
Como no podía ser de otra manera, la evolución de esta controversia ha provocado una enorme preocupación en el Ayuntamiento de Eivissa, depositario de la declaración, que es consciente de que el peor de los panoramas posibles supondría un revés de consecuencias incalculables en la imagen no sólo del municipio, sino, por extensión, de toda la isla. Sin embargo, no debe cundir el pánico. La desmesura de la relación entre causa y consecuencia es tal que la lógica indica que no debe prosperar más allá de lo razonable, sobre todo desde el momento en que la base de la denuncia se refiere, no al bien en su totalidad, sino tan sólo a una parte, importante, claro, y al cuestionarse el trabajo de impacto medioambiental realizado en un proyecto que a estas alturas de la historia debe considerarse suficientemente refrendado por la ciudadanía y por las instituciones públicas. Las desavenencias por la reforma han llegado demasiado lejos y el precio a pagar ya está siendo demasiado alto: en meses, el consistorio ha tenido que dedicar enormes recursos políticos y técnicos a cuestiones suficientemente vigiladas por la ley y el sentido común y posponer soluciones a otros temas de vital importancia para la ciudad.