Proseguimos con la reflexión que el Papa Francisco nos invita a hacer en esta Cuaresma, tiempo de renovación para toda la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente, es decir, para cada uno de nosotros, de forma que nos preparemos bien a celebrar y vivir la Resurrección de Jesucristo, que testifica el poder de Dios y es un testimonio de la resurrección que Dios tiene preparada para cada uno de los cristianos, victoria triunfante y gloriosa para cada creyente en Jesucristo, quien murió, fue sepultado, y resucitó al tercer día de acuerdo a las Escrituras.
El segundo pasaje que el Papa nos presenta para favorecer nuestra reflexión para vencer la globalización de la indiferencia es «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Esta frase está tomada del libro del Génesis, cuando el Padre le pregunta a Caín acerca de su hermano Abel. Todo lo que se dice de la Iglesia universal tiene que ser vivido también en las comunidades parroquiales. Y así, si la Iglesia terrena universal se ha de sentir unida a la Iglesia celeste, donde están los santos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ahora en la paz, que nos ha dejado el ejemplo de su vida y nos ofrecen ahora su intercesión.
«¿Dónde está tu hermano?» nos tiene que mover a mirar hacia los santos, uniéndonos a ellos a través de la oración. A este respecto el Papa nos dice en su Mensaje: «Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).». Unidos, pues, siempre a los santos, nos beneficiamos de sus méritos y de su ayuda, experimentando como ellos nos asisten fraternalmente en nuestras luchas justas contra el mal y haciéndonos partícipes de la alegría que para ellos es haberse unido a Cristo. Con ello podremos afrontar la indiferencia ante los demás y la dureza del corazón.
Pero preocuparnos por los hermanos no puede quedare sólo en una unión con los santos; también debe ser una unión con los hermanos que ahora, como nosotros y con nosotros están en la tierra, en esta etapa de nuestra existencia. Cercanos pues, a todos, casi casi de forma que podamos responder a esa pregunta del Padre: « ¿Dónde está tu hermano?». Cada parroquia, cada comunidad, pues, siendo llamada y enviada a ser misionera, no puede estar ni lejos ni distante, ni separada de los demás, especialmente los necesitados, los alejados, los indiferentes. La parroquia o la comunidad de la que formamos parte ha de ser abierta y cercana a todos. Así veremos en cada persona como el hermano o la hermana por los que también Cristo murió y resucitó, para lo que Cristo tiene una salvación que ofrecer y nosotros hemos de ser un cauce apropiado para que ello les alcance.