Cautivo y desarmado, el pasaje secuestrado estos días por la huelga de controladores franceses afrontaba los retrasos y cancelaciones con espartana resignación. Yo me incluyo en ese grupo. Y sí, secuestro es retener a alguien en un espacio en contra de su voluntad.
No volar no es solo una molestia. Ese pequeño detalle -la cancelación o retraso- puede entorpecer unas vacaciones, desmontar planes o quitar horas de sueño. Pero también puede impedir que una persona se incopore a su puesto de trabajo o incluso, en los tiempos que vivimos, puede provocar su pérdida. ¿Pueden creérselo?
Aunque fuera «por causas mayores y ajenas a la compañía», dejaron pasar las horas sin ofrecer alternativa alguna. Su credibilidad (la de las compañías) disminuía por minutos.
Con el paso de las horas, los sufridos y desesperados pasajeros desconfiaban más y más de cualquier atisbo de salvación: cuando cambian la puerta de embarque diez veces, hace rato que los viajeros sospechan -y no se equivocan- que les están tomando el pelo. Sin palabra ni humanidad: ver a un matrimonio con su bebé recién nacido en brazos tras ocho horas de retraso rompe el corazón a cualquiera, aunque para ello es necesario tenerlo.
Además, si pronunciaban alguna palabra, esta difícilmente curaba, sino que hería. «Están invitados a fumarse un cigarrillo en la terraza habilitada», tuve ocasión de oír en persona el pasado jueves en boca de un empleado de una compañía nacional en el Aeropuerto de Barcelona. ¡Calmando los ánimos, sí señor!
El súmmum es saber de antemano que no hay resquicio legal para reclamar nada. Quedamos indefensos incluso ante la insultante ironía de sus empleados. Y sobre el secuestro, me pregunto que será del rescate. ¿Cuánto podría valer ese solo comentario? La respuesta ya la saben: nada, legalmente nada.