Este domingo celebramos la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Contemplamos el misterio del amor del Padre en su hijo y realizado por el Espíritu Santo. Cuando se inicia la Eucaristía, o cualquier acto importante, nos santiguamos en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Hoy confesamos y veneramos al único Dios en la Trinidad de personas. Hablar de Dios en nuestra sociedad secularizada y neopaganizada resulta a veces difícil.
El breve pasaje con que termina el Evangelio de San Mateo, es de una importancia extraordinaria. Jesús dice a sus discípulos: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra". La Omnipotencia, atributo exclusivo de Dios, es también atributo de Cristo. El Señor enseña a sus discípulos que el poder que ellos van a recibir para continuar por siempre su obra en orden a la salvación de los hombres deriva del propio poder divino "id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Es verdaderamente satisfactorio y consolador saber que Cristo ha prometido acompañar a su Iglesia y no abandonarla. Jesús confió a sus Apóstoles la misión y el poder de anunciar a los hombres lo que ellos mismos habían oído, visto con sus ojos, contemplado y palpado acerca del Verbo de la vida (1ª Jn. 1,1). Todas las Plegarias Eucarísticas terminan con estas palabras que el celebrante elevando el Pan y el Vino consagrados, pronuncia: Por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.