Este primer domingo de octubre, en la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario y de San Ciriaco, en Vila, se celebra la fiesta de su patrona. Es una buena oportunidad para reflexionar sobre la figura de la Virgen para su gloria y sus enseñanzas para nosotros. La Virgen del Rosario la representamos como Madre de Jesús, que tiene en una mano a Jesús y en la otra un rosario, casi como enseñándonos que el rosario, contemplando los misterios de la Vida de Jesús y recurriendo a ellos con las oraciones importantes y sencillas del padrenuestro, del avemaría y del gloria nos conducen con María hacia Jesús. El rosario es, pues, una buena oración y con ocasión de esta fiesta deseo recordar lo importante y conveniente que es recurrir al rezo del rosario.
Recuerdo que, cuando era pequeño, un día mi abuela me dio una moneda y me envío a casa de una mujer diciéndome que fuera y comprara un rosario; yo era un niño y no sabía lo que era eso, pero fui y lo compré. A volver a casa se lo di a mi abuela, creyendo que era algo para ella pero… no era así, mi abuela, que tantas cosas buenas me enseñó, me dio el rosario a mí y me enseñó a rezarlo, haciéndome aprender los misterios. Fue una de las muestras de amor, de buscar mi bien que mi abuela tuvo conmigo. Tantos años después, cuando cada día rezo el rosario, recuerdo aquel hecho y agradezco que en mi familia, buscando tantas cosas positivas para mí, me enseñaran también el rezo del rosario.
El rosario es uno de los medios de oración cristiana que nos lleva, con la compañía y la ayuda de la Virgen María, a contemplar el rostro de Cristo. San Juan Pablo II quiso potenciar y ayudar a que los cristianos recurramos a ese modo de oración. Así, el 16 de octubre de 2002, publicó una Carta Apostólica dedicada al rosario, en la que al inicio dice: «El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos santos y fomentada por el magisterio». En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer milenio, apenas iniciado, una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a ‘remar mar adentro' (duc in altum), para anunciar, más aún, ‘proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, ‘el Camino, la Verdad y la Vida' (Jn14, 6), el ‘fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización'.
Efectivamente, en el rosario, contemplando el misterio de Cristo mediante la referencia a las etapas de su vida, desde la concepción hasta su pasión, muerte y resurrección, nos ayuda a comprender más y mejor la verdad sobre el hombre. Contemplando el nacimiento de Jesucristo se aprende el carácter sagrado de la vida humana elegida por Dios, mirando la casa de Nazaret se percata la verdad sobre la familia según el designio de Dios, viendo a Jesús en los misterios de su vida pública se encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios, y siguiendo los pasos hacia el Calvario, se comprende el sentido del dolor, de la pasión. Por fin, en los misterios gloriosos, contemplando a Cristo y a su Madre en la gloria, se ve la meta a la que cada uno de nosotros está llamado a llegar si se deja guiar por ello.
El rosario no sólo se reza en las parroquias o en la soledad: es una oración de familia y por la familia. La familia que reza unida, permanece unida. A mí, mi familia me enseño el rosario y por eso puedo decir que es hermoso y fructuoso confiar esa oración en el proceso de crecimiento de los hijos. Rezar el rosario por los hijos, y mejor aún con los hijos, es una ayuda espiritual que no se puede minimizar.
Quiero acabar esa invitación a acoger el rosario acogiendo las palabras de un seglar italiano, promotor del rosario, que en una oración decía: «Oh, Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh, Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida».