La vida es tan surrealista a veces como una caja de bombones, una película de Almodóvar, un libro de Lucía Echevarría o una secuencia del Camarote de los Hermanos Marx. Si nos hubiesen dicho hace diez años que nos pasaríamos las comidas familiares y los atardeceres pendientes de hacer una fotografía digital que difundir al mundo nos hubiésemos reído.
¿Por qué lo hacemos si parece tan estúpido? La realidad es que no es sino una manera de buscar amor. Estamos tan necesitados de palmaditas, de halagos, de abrazos y de cumplidos que llenamos ese vacío de autoestima “postureando” nuestro poco tiempo libre, lo que comemos, los hoteles de los que no disfrutamos e incluso los libros que no leemos. Mendigamos “me gustas” y “amigos” que no contienen ninguna de las letras de esa codiciada palabra y nos frustramos si nuestro “post” no recibe los comentarios que esperábamos.
Si nos hubiesen dicho hace una década que cualquier persona nos podría localizar, escribir e incluso saber si habíamos leído sus mensajes no lo hubiésemos creído. Y la realidad es que en este mundo al revés en el que nos despertamos cada día, en el que quedamos con amigos para no hablar con ellos, sino para exhibir a otros ese encuentro, se nos ha olvidado algo tan fundamental como vivir la vida en vez de retrasmitirla. Situaciones de celos, desconfianza, peleas y enredos se mezclan en esta tragicomedia en la que algunas parejas han llegado incluso a romper ante esta sobreexposición innecesaria al más puro estilo del “El Show de Truman”.
Me dirán ustedes que soy una hipócrita por escribir estas letras cuando soy una más, otra chica del montón usuaria de Facebook, Twitter, Instagram, con blog de opinión propio y dos teléfonos móviles que chequeo cada quince minutos, y puede que sí, que lo sea, pero hoy les aseguro que voy a cambiar. También les avanzo que en mi caso el uso de estas herramientas es profe- sional y que quienes no acostumbramos a ligar en discotecas tampoco lo hacemos en estos foros. Si sus parejas les son infieles por estos canales, créanme, es probable que ya lo fuesen en otros con el inconveniente o la suerte de no saberlo.
Como les decía, en mi caso hoy me refuto: voy a cambiar. Verán, ayer fue mi cumpleaños. Cuando los 40 te persiguen sigilosos, te silban al oído que están muy cerca y te recuerdan que ya has apurado la mitad buena de tu vida, es cuando decides escoger el camino de las baldosas amarillas y recorrerlo sin importarte quién te desaliente en su transcurso. He cumplido los 37 y he decidido bebérmelos. Es probable que continúe difundiendo las cosas buenas que me pasen en las redes sociales, no les voy a mentir, pero siempre en los momentos de asueto en los que por hacerlo no me los pierda. Ahí está el quid de la cuestión. En esta crónica que escribimos cada mañana, nuestros pasos son nuestras plumas y somos nosotros los narradores de una historia que no sabemos cómo acaba, pero sobre la que sí que tenemos los recursos literarios suficientes para hacerla más ágil, más interesante y más bella.
Para empezar renuncio a usar el WhatsApp más allá de lo correcto. No contestaré a mensajes de trabajo fuera de las horas de trabajo y les rogaré a quienes así lo hagan que no utilicen este canal para cuestiones laborales. Soy de una generación en la que la educación y el respeto eran el santo y seña del día a día y el acoso y las invasiones saldrán de mi diccionario personal.
Les aconsejo que hagan lo mismo y que le pidan a sus clientes o proveedores que, si precisan de ustedes, se
ciñan al correo electrónico para solicitárselo. Rechazaré las invitaciones a grupos extraños que no me aporten nada y deploraré los chistes de mal gusto, los memes y los favores pedidos sin forma y a destiempo.
Me regalaré de cumpleaños más tiempo para mí, sin teléfono. Más quedadas con amigos y menos llamadas e intentaré que mi vida se parezca más a una novela que a un informativo.
Este artículo ha nacido en el coche. Mientras volvía a casa y veía a la gente conducir con el móvil en la mano, escribiendo con una mano y entrando peligrosamente a la misma rotonda que yo sin mirar la carretera. He frenado, me he asustado, he temido sufrir otro accidente más y he farfullado entre dientes. No debería haber semáforos en la salida de las rotondas, nadie debería usar el teléfono en el coche y nunca deberíamos alimentar al miedo. Por eso he llegado a casa, he encendido el ordenador, he tecleado estas letras y me he prometido a mí misma ser una policía de mis adicciones y dejar el teléfono dentro del bolso mientras coma, cene, conduzca o disfrute de mi tiempo libre.
Porque al final, en esta vida, eso es lo único que es realmente nuestro. Que no nos lo quiten…