Los Reyes Magos como vinieron se han marchado, dejando a su paso ríos de tinta sobre sus novedosas vestimentas o sus eventuales cambios de género. Y es lógico. No cabe duda de que a día de hoy en España la verdadera cuestión de Estado, muy por encima del paro, la corrupción, la desigualdad, el territorio o su propia gobernabilidad, es quién y cómo se caracteriza de Majestad de Oriente el 5 de enero o qué ayuntamiento se ajusta a la tradición cristiana y cuál asume posturas más paganas.
Es cierto que, quien más y quien menos, todos vivimos con especial ilusión la noche de Reyes, aunque sólo sea por ver la cara de felicidad de nuestros seres queridos al abrir los regalos. Se trata de una tradición arraigada y respetada por la mayoría, que va mucho más allá del culto católico y que no debería enfrentarnos. Bastante inquina nos tenemos en este país (y en esta isla) como para retarnos públicamente en fechas tan delicadas utilizando, además, la inocencia de los más pequeños. Las riñas ideológicas y la demagogia están alcanzando cotas realmente disparatadas que lejos de fomentar la fraternidad como pueblo, nos acercan a sociedades inertes y quebradas. Cada vez somos más intransigentes...
La Navidad, con sus compras, sus excesos, sus loterías y su folklore, sirve para alejarnos de la realidad. Para nuestra sociedad, rica en escarceos pueriles, supone, como el fútbol o la prensa rosa, un opio que nos empuja a aparcar la tarea diaria y los graves problemas estructurales que muchos se resisten a transformar. Y nos da igual. La tendencia es envilecernos. Enterrar el pensamiento crítico. Despreciar la educación, los valores (éticos) y la cultura. Eso sí, que nadie profane nuestros ritos confesionales más sagrados. ¡Herejes!