Además de un reparto de escaños con el que resultará difícil gobernar, las últimas elecciones generales abren una situación inédita en las cerca de cuatro décadas de democracia.
Estábamos acostumbrados a que un único partido pudiera liderar el ejecutivo en solitario, salvo un par de excepciones que se resolvieron con el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes. Sin embargo, siempre hubo la sensación de que el país estaba comandado por una única voz. Una situación a la que las fuerzas emergentes pretendían poner fin y que lo han conseguido con un pastel que no es de nadie pero que tienen cuatro grandes cortes que no quieren entenderse.
Muchos observan esta tesitura con alarmismo, esperando un castigo casi divino (de los mercados) ante la amenaza de una nueva convocatoria electoral. La actual coyuntura constituye un auténtico desafío, pero especialmente para nuestra clase política.
Nadie cree que unas nuevas elecciones dieran una mayoría absoluta a ninguna formación en solitario, por lo que el pastel puede sufrir alteraciones pero no grandes cambios. Por ello, el diálogo debe imponerse a las líneas rojas, esas que algunos pintan eufemísticamente de color verde. El reto es sentarse a negociar, saber ceder y no partir de las intransigencias. Algo casi inédito en esta democracia y que, en caso de éxito, sería una agradable novedad que demostraría madurez y sentido de Estado.
Estoy seguro de que, como este fin de semana en Catalunya y salvando las distancias, habrá un pacto de gobierno y se evitarán nuevas elecciones. Europa (y los mercados) pide despejar las dudas y la incógnita, mayúscula, es si España mirará hacia sus vecinos del norte o si optará por el sur.