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OPINIÓN | Montse Monsalve

Volver

| Eivissa |

Los que nos marchamos un día de casa persiguiendo sueños, no fuimos conscientes de que nuestras raíces se disiparían con el tiempo, se secarían y nunca volverían a enredarse húmedas y serenas en ninguna parte. Quienes hace décadas hicimos una maleta repleta de aspiraciones, proyectos y nuevas metas, no leímos la letra pequeña que dice que los parias son vampiros que nunca volverán a considerarse humanos porque dejan de ser de todas partes y pierden de algún modo su reflejo. Estos días he vuelto a "mi hogar". Lo pongo entre comillas porque ya no sé si soy de allí, o de aquí, o si probablemente no lo sea de ninguna parte. En Ibiza soy de Aranda y en Aranda soy de Ibiza, como decía Machado, "como perro olvidado que no tiene huella ni olfato y yerra por los caminos, sin camino, como el niño que en la noche de una fiesta se pierde entre el gentío".

Volver siempre es un ejercicio de introspección que te lleva a descubrir que eres una desconocida en tu tierra, de donde solo te queda algún resto de aroma y ciertas sonrisas cómplices ante el color pardo del río por el que cada día pasabas, sin saber que un día hacerlo se convertiría en algo exótico. Tus amigos de toda la vida se sorprenden ante las historias de esa niña alegre de la que solo queda cierto parecido y los ojos chispeantes, pero que hoy es, en realidad, una desconocida por la que guardan kilos de cariño y ciertos visos de melancolía.

En mi regreso a esa habitación cuajada de peluches, de fotos y de recuerdos, me he vuelto a sentir pequeña, insegura y extremadamente joven, experimentando sensaciones que hacía mucho que no se paseaban por mi boca. La melancolía cuando se marida con realidad te deja una sensación agridulce y pastosa que no se quita ni con el mejor vino.

Mientras escribo este artículo, con unas zapatillas de animales gigantes y un chocolate caliente y humeante que me ha dejado mi padre en la mesa endulzado con una sonrisa, he percibido mejor que nunca el paso de los años. Aquí, en los pueblos pequeños, nada cambia, pero cambia todo. Supongo que a quienes se marcharon un día de Ibiza y vuelven cuando pueden o deben, les pasará lo mismo.

Las tiendas de siempre han sido sustituidas por otras. Los descampados hoy tienen decenas de casas. Las calles que recorría en coche son hoy peatonales, mis amigas tienen un manojo de hijos cada una y de repente salir a pasear es similar a hacer turismo en tu propia casa. Lo más bonito, sin embargo, son esas charlas francas en las que te desnudas con tus padres y de pronto te ves tan cerca de sus miedos que casi puedes tocarlos, y tan consciente de su vulnerabilidad que lamentas no haberla vislumbrado y acunado antes. Si nosotros percibimos que la edad se nos enreda entre los dientes, ellos, quienes son aun más conscientes, nos recuerdan, como los maestros que siempre fueron, la importancia de sonreírle mucho aunque nos avergüencen las encías vacías.

Entre mis libros de poemas de aquella época en la que soñé con vivir la vida en verso, un Antonio Machado, andaluz, emigrante, al fin paria como yo y enamorado de Castilla, le habla al dolor como lo haría a un viejo conocido afirmando que es "nostalgia de la vida buena y soledad de corazón sombrío, de barco sin naufragio y sin estrella". Sigo leyendo mientras evoco esos días en los que mi mayor preocupación era la ropa que me pondría el sábado y el examen para el que, como siempre, no había estudiado y que suspendería sin remedio, a pesar de mi apabullante optimismo.

«Y el aire polvoriento y las candelas chispeantes, atónito, y asombra su corazón de música y de pena, así voy yo, borracho melancólico, guitarrista lunático, poeta, y pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla». Querido Duero prometo leerte más y venirte a ver más a menudo, tal vez así se hidraten mis raíces y no olvide nunca que tal vez Machado decía lo contrario, y que como él no soy una paria entre dos tierras, sino una hija de mar y de río, una afortunada con dos orillas y mucha historia.

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