Nos llamaron la Generación X. Aseguraron que seríamos la mejor preparada de la historia, nos hicieron creer que nuestros deseos se cumplirían si apretábamos mucho los ojos y relajábamos los puños y que podríamos ser libres para siempre. En realidad somos la generación del abecedario completo, la última en respetar la gramática y amarla como parte intrínseca de nosotros mismos, los que todavía fueron a EGB y suspendían exámenes por comerse dos tildes. Quienes nacimos a finales de los 70 y principios de los 80 estudiamos las carreras que escogimos, o que nos hicieron creer que queríamos cursar, y crecimos viendo un programa que nos consideraba personas incluso antes de hacer la comunión, regalándonos conceptos como capitalismo o comunismo. Eso sí, no nos libramos de comulgar con afección y vestido blanco o trajecito de marinero con una religión que no entendíamos todavía, y algunos ni siquiera ahora. Coleccionamos cromos, tebeos y jugábamos a las chapas, a las canicas, a la goma o a las saltarinas con los amigos. Cuando nos aburríamos leíamos o pintábamos, algunas veces en pupitres o paredes. Nuestros padres no tenían que entretenernos, bastaba con una severa mirada o un nombre completo entonado en voz grave para hacernos pequeños y callar nuestras quejas. De consolas y teléfonos ni hablamos.
Vestíamos como queríamos o podíamos, jugando con la imaginación y los complementos para emular a nuestros ídolos, pero sin poder cambiar el armario al antojo de revistas y grandes franquicias de ropa. Quitábamos el maquillaje o el perfume a nuestros padres o hermanos mayores y grabábamos cintas con canciones de la radio para uso personal y emocional.
Nos llamaron la Generación X tal vez porque nos educaron para ser educados, valga la redundancia, para convertirnos en buenas personas, generosas y humildes, y esas cualidades son hoy en día dignas de expedientes secretos o de otros planetas.
Personalmente soy de esa generación que optimizó su imaginación en la adolescencia para cubrir sus caprichos, trabajando los fines de semana de canguro, de camarera, de dependienta o de relaciones públicas. A pesar de sufrir miedo atávico a los niños, de desconocer sus gustos y necesidades, de ser abstemia y preparar las peores copas del mundo, de despachar periódicos, quinielas y barras de pan entre chascarrillos e ignorancia y de tener que convencer a desconocidos para que consumiesen bebidas que nunca había probado. Fue así como comprobé lo que era ganarse los duros y la importancia de hacerlo con algo que realmente me gustase. Mi verano aprendiendo inglés en Birmingham no fue en una apacible escuela, sino limpiando habitaciones en el hotel del miedo. Mi compañera Jane, quien atesoraba una destacable colección de dientes de oro y pocos propios, me daba consejos tales como no usar trapos y dejar relucientes los baños con la toalla usada por el huésped de turno, con sus correspondientes vellos púbicos, y me interrogaba cada día para saber cuál era la causa por la que había escapado de mi país. Explicarle que estudiaba periodismo y que por eso necesitaba saber idiomas, le parecía algo tan extraño como que pudiese trabajar sin papeles siendo española, y no africana. Jane me enseñó muchos trucos con la aspiradora, a hacer camas como churros y a elegir mi camino. Gracias a aquella ruda chica que me llamaba “Monster” y que no entendía la crueldad de mis padres al ponerme ese nombre, regresé ese año a la facultad y subí mi nota media y mi anecdotario personal.
Soy de esa generación que todavía ama la música pop porque le recuerda a una época feliz en la que no necesitábamos grandes cosas para soñar con mayúscula y en la que las dictaduras del consumismo y del borreguismo no nos habían lavado la cabeza. Estoy segura de que como todas las modas aquella, la nuestra, la de los que apretábamos los ojos y relajábamos los puños para soñar volverá pronto; lo veo claramente en «Mi bola de Cristal».