Formentera emana una energía especialísima que mezcla al buen salvaje (salvaje es el que se salva) con la perversa inocencia de sus al.lotas, que te burlan con un número de teléfono falso. La galante máxima del cortejo es que hay que estirar cuando pican. Los planes a posteriori rara vez funcionan, pero las promesas de sus ojos brillantes continúan pinchando en nuestro voluble corazón.
Antiguamente Formentera fue base de fieros piratas berberiscos y tenía el inquietante nombre de Ophiussa, la isla de las serpientes. Pero aparte de la hornada fashion victim transalpina con estrambóticos colores de ciclista (no va por las elegantes ragazzas, tan mentirosas como deliciosas) o de algún desaprensivo barman que abusa del azúcar en sus cócteles, no abundan los animales venenosos.
Las noches ophiussas son hechiceras e invitan a bailar al aire libre y retozar en la playa, rasgando con el relámpago del placer el terciopelo azul nocturno. Aunque la esmeraldina Illetas semeja en estas fechas un puerto deportivo. Mientras salía del excitante chiringuito Beso para acompañar a un amigo tambaleante hasta el velero fondeado, con la verdad del borracho me confesó en delirante metáfora que Illetas le recordaba a Manhattan. Tintineaba la luz de posición de cientos de mástiles e incluso algún patrón de agua dulce abusaba de los horripilantes leds en cubierta y componía iluminaciones submarinas, como si fuera a pescar calamares. ¿Para qué tanta luz artificial que ahoga las estrellas?
Los tibios que temen la noche lunática no saben soñar y así se pierden el capricho de la gatoparda.