El otro día cité al genial gastrónomo Néstor Luján cuando un relamido maître me preguntó cómo había comido: «Pues verá usted, si la sopa hubiese estado tan caliente como el vino, el vino tan viejo como la pechuga, y la pechuga tan abundante como la de la camarera, ciertamente habría sido una comida memorable».
La gastronomía pitiusa es fascinante y va desde una excelente materia prima en pescados, mariscos, patatas, tomates… hasta una sofisticación, digna de un espejismo en el Sáhara, en algunos garitos donde lo único destacable es el precio de un triste pez de piscifactoría.
Yo sé lo que me gusta y a dónde ir, pero a veces te sales de lo seguro por querer asistir a una novedad o acompañar a cándidos amigos deslumbrados por el marketing. Entonces puedes darte de bruces con los vulgares vicios de la masificación, malos modos intolerables y las cursilerías de camareros que pretenden enseñarte a comer una pastosa paletilla con sabor artificial.
En tales casos es fundamental rebelarse y cantar las cuarenta al restaurador, que solo te ve como un transitorio monedero andante. Así elevas el nivel y los que de verdad aspiran a ser buenos, te lo agradecen.
La buena mesa –y en las Pitiusas hay oasis excelentes en medio de los desmanes turísticos— es una aventura digna de seguirse, constituyendo el mejor aperitivo a una tarde de juegos prohibidos o la entrada a la noche gozosa.
Y si te dan gato por liebre, al menos que lo hagan con estilo.