El salvador había nacido una noche fría de otoño en el ruedo de la plaza de toros de Vistalegre, en el distrito humilde y marginado de Carabanchel, a las afueras de la urbe imperial. Aquella noche, las multitudes bailaban al son del villancico Ghostbusters mientras clamaban la llegada del mesías anunciado por los profetas del 15-M. Un mesías –decían– que nos liberaría de la casta y de la opresión de un sistema perverso. Tras el alumbramiento llegó la adoración. Multitudes de fieles se acercaron a visitar al redentor para ofrecerle hierbas amargas, picante y curry para preparar una cena balti en una gran olla de hierro fundido por un carpintero del metal.
Dos años y medio después –después de varios intentos–, los milagros no terminaban de producirse y aquel mesías parecía que no conseguía caminar estable sobre las aguas, ni curar del todo a los endemoniados, ni dar la vista completa a los ciegos. Aquella vista alegre se volvía vista triste. Así que muchos creyentes empezaron a pensar que el apodado mesías podía ser, en realidad, un falso profeta. Pero la esperanza era la última oportunidad. Hacía falta una última cena. Una cena balti, preparada en la olla fundida. Después de comer, y para que se cumpliera la escritura, el mesías tenía que morir para, tres días más tarde, resucitar y entonces –sólo entonces– recuperar la credibilidad de quienes lo habían dejado todo para seguirle. Sólo así, después de padecer y morir, la resurrección a una vida nueva podía hacer realidad aquellos milagros anunciados. Pero el milagro de la resurrección del mesías implicaba su transformación a un nuevo estado, a una nueva dimensión menos terrena y más sobrenatural. Y eso se traducía en un rostro nuevo, en una personalidad distinta, en una imagen trascendente que hacía que incluso los suyos al verlo no lo reconocieran.