La escapada a la naturaleza es un gozo panteísta que sana mejor que el diván de cualquier psicoanalista que escucha nuestra verborrea mientras piensa en cómo afeitarse ante el espejo. Y los caminos de la aventura son inextricables: Todavía la sangre se hiela en mis venas cuando recuerdo cómo una inglesa larga y tiesa estuvo a punto de violarme en el solitario Cap Llentrisca, dónde el Vedrá ofrece su visión más tenebrosa.
El tiempo era borrascoso y era una excursión arriesgada, pero ya sabéis cómo son algunas inglesas: aman el campo, los picnics, las mantas en la hierba, el Pimms, la aventura a lo Gertrude Bell y las miradas húmedas de un orgulloso beduino.
Como buen beduino pitiuso yo portaba una petaca de whisky que calmó la ira británica cuando pinchamos una rueda. Al no tener otra de repuesto, la damisela me dedicó un speech que dejaba al puritano Dijsselbloem como un admirador de los PIGS.
Pero los mares de lavanda y la malta del Lagavulin hicieron su efecto y, como carecíamos de cobertura móvil, empezó a planear la noche con imperialismo genético, dictando órdenes dignas del capitán Bligh con el tono meloso de una insoportable criatura de Jane Austen.
Y yo grité el uc ancestral de los ibicencos en reto ante las fuerzas del destino.
Lo que sigue no es digno de mención. Solo añadiré que a última hora, esperanzas perdidas y petaca seca, fuimos rescatados por un misericordioso cazador de becadas que nos llevó de vuelta al diván de la civilización.