La madre de un amigo y compañero mío cuenta que en 1936 pululaba por Madrid una legión de chinos que vendían collares: ¡colares a peleta!. El 16 de julio, dos días antes del alzamiento y como por arte de magia (china, sin duda), no volvió a verse un chino en Madrid hasta muchísimas décadas después.
Viene a cuento lo anterior a propósito del reciente atentado de Barcelona: es sabido que en las Ramblas campan a sus anchas centenares de manteros que ponen a la venta las más variadas falsificaciones de marcas célebres con la tolerante complicidad delictiva del colauato municipal; pues bien, la tarde del atentado no se vio a uno solo en el lugar de autos; ni uno; ni tampoco por asomo en los alrededores. Puede haber sido una coincidencia cósmica, una huelga encubierta, un designio de Alá o, como dicta lo políticamente correcto, cualquier cosa menos complicidad con los asesinos islamistas que, como ha sentenciado un majadero en una pancarta ante el Ayuntamiento de Madrid, «no son islámicos, son asesinos», olvidando, contra las más elementales reglas del sentido común, que son «asesinos islámicos».
Estamos llegando a un punto en que el relato de la realidad cada vez se aleja más de la realidad que relata, tergiversándola hasta extremos que la hacen irreconocible. Se sabe que, en Suecia, la policía tiene órdenes tajantes de ocultar a la población las andanzas de los pobres refugiados que, a falta de otras tareas más productivas, se dedican a violar a jóvenes suecas; otro tanto en Alemania, el país regido por Merkel «la Misericordiosa», como la denomina la prensa de los países del Golfo, que admiran la virtud de la misericordia que no practican ni con sus correligionarios ni con sus explotados inmigrantes. Aquí se habla de «hechos aislados perpetrados por lobos solitarios», de «víctimas de una sociedad capitalista injusta» cuyas prebendas sociales, a cuya financiación jamás han contribuido ni contribuirán, les parecen poca cosa.
No faltarán quienes me tachen, una vez más, de islamófobo: tanto me da. Ya he señalado que si por ello se entiende la deserción a la Razón, (Islam significa «sumisión»), el retorno al medioevo, la lapidación de adúlteras, la amputación de manos, la «taqiiya» o disimulo pío, el ahorcamiento de homosexuales y demás rasgos admirables de la pretendida «religión de paz», me declaro de buena gana islamófobo, porque lo que me preocupa no son los adjetivos calificativos de necios biempensantes, sino la deliberada voluntad de ocultar a la ciudadanía que estamos en guerra con una forma de fanatismo religioso que no es nueva y que ya logró sus objetivos de sumisión en gran parte de la civilización occidental del Medioevo.
Ha costado mucho alcanzar un estadio de civilización en el que la libertad de opinión, de opción política y sexual y de igualdad ante la ley se vea amenazada por la complicidad de quienes piensan que la mejor manera de apaciguar a la fiera es, a la larga, dejarse devorar por ella.