Todo lo que está ocurriendo, aunque lo previsible es que al final no ocurra nada, va a tener enormes consecuencias sobre el tejido político del país. Porque en la escalada de titulares, que son ya casi ‘de guerra', todos salimos salpicados. Entre otras cosas, porque estamos olvidando el discurrir de un país ‘normal', preocupado por su seguridad, por su estado de bienestar, hasta por sus éxitos deportivos, para estar obsesionados por el ‘procés' que, día a día, acelera la confrontación entre la Generalitat y el Estado. ¿Cómo va a acabar esto? Me arriesgo a responder: el 1 de octubre, que está ahí, a la vuelta, pasará lo que pase, que será bastante; desde el 2 de octubre, se restablecerá la vía y se enderezarán los vagones descarrilados en el choque de trenes. Y entonces volverá, con las consecuencias que se anticipan, una cierta normalidad. Lo que no es pequeña cosa si tenemos en cuenta que, desde hace dos años, la anormalidad es lo normal en este país nuestro llamado, recordémoslo, España. La semana ha registrado un incremento en las acciones de desobediencia y en las que, desde el Gobierno central y las instituciones, pretenden cortocircuitar la rebelión. O llámele usted sedición, que es palabra que La Moncloa no se atreve, aún, a emplear, aunque haya sido sorprendente la frase del habitualmente muy cauto Rajoy: «nos van a obligar a llegar a lo que no queremos». No sé hasta dónde, tras intervenir los pagos de la Generalitat -ahora los funcionarios catalanes ya saben quién paga las nóminas-, se llegaría: ¿a una aplicación muy extensiva del genérico artículo 155 de la Constitución? ¿A una intervención directa de las fuerzas del orden para retirar las urnas? ¿A la detención del president? Creo que no conviene dramatizar y, hasta ahora, el Gobierno central no lo ha hecho: está dando una lección de autocontrol en la situación más difícil que gobernante alguno haya vivido desde la restauración de la democracia. Pero, al tiempo, está perdiendo, frente a la Generalitat, la batalla de la comunicación. Sobre todo, la exterior, dado que en Moncloa no recalan, como sí hacen en la plaza de Sant Jaume, ni periodistas extranjeros ni casi españoles. Ya se sabe que al previsible Rajoy le interesa muy poco la comunicación, que es asignatura que, a su pesar, tuvo que aprender su antecesor, Rodríguez Zapatero; a este, cuando le conocí, recién ganado el congreso que le hizo secretario general, le pregunté cuál era su estrategia de comunicación. «Nosotros no tenemos de eso, somos gente honrada», nos dijo a una estupefacta compañera y a mí. Luego, se dio cuenta de que, en política, las formas son tan importantes como el fondo. Y Rajoy gana en el fondo -creo que la razón le asiste a él, es decir, a nosotros--, pero puede que esté perdiendo en las formas, porque, como señalaba acertadamente un colega, el Gobierno central «tiene menos soltura para la manipulación» que la Generalitat, que está al todo o nada. Tendrá, claro está, la nada. Puigdemont pasará una mala noche entre el 1 y el 2 de octubre, cuando, tras la jornada negra, en la que algunos, muchos, votarán, pero para qué, se encuentre con que hay que comenzar de nuevo. Quizá, entonces sí, habrá de emprender algún tipo de negociación con el Estado. Solo que desde una Generalitat debilitada, en la que empezarán a verse las divisiones preelectorales, que Oriol Junqueras lo que de veras quiere es ser molt honorable president de la Generalitat, no andar todo el día incordiando a Soraya Sáenz de Santamaría y, de paso, a todos ‘en Madrit'.
OPINIÓN | Fernando Jáuregui
El 2-O es el día siguiente al 1-O, y entonces…
F. Jáuregui |