A poco que el independentismo consiga la foto de largas colas frente a los lugares de votación o, en su defecto, miles de personas en la calle enarbolando la papeleta, la declaración de independencia será un mero trámite, a ser posible el 6 de octubre en línea con la simbología del mito y a modo de resarcimiento con tintes históricos. Hoy lo que menos parece importar al independentismo es que la nueva república solo fuera a ser reconocida por Julián Assange y los piratas informáticos de Putin. Se presentarán como vencedores del pulso al Estado. El posterior e ineludible restablecimiento de la legalidad constitucional les permitirá arroparse con la épica de la derrota, pero después de haberlo intentado hasta el límite, para acumular capital electoral ante la indeclinable convocatoria de elecciones, en el menos malo de los escenarios.
La alianza entre una Generalitat en rebeldía y los cupaires, que aspiran a una Catalunya fuera de España, de Europa y de la democracia como sistema, ha ganado la batalla de la comunicación, hasta el extremo de haber transformado las decisiones de la Justicia – hay que insistir, poder esencial del Estado de Derecho–, en medidas coercitivas del Gobierno del PP, secuencia factual a la que se ha adherido con entusiasmo aquella izquierda cuyo único norte político es echar a Rajoy como sea. Las ideas de estado de excepción, represión autoritaria, golpe de estado sobre las que el independentismo ha construido su discurso no han encontrado la respuesta adecuada en la estrategia gubernamental de no anticipar las actuaciones. Todo ello con la excepcional amplificación de unas redes sociales en las que han intervenido hasta los rusos que por cierto se demuestran imbatibles con la experiencia adquirida en manipular todos cuantos procesos electorales ha vivido Europa tras el éxito obtenido en las presidenciales norteamericanas; todo sea por debilitar las estructuras de gobierno occidentales.
Hoy en Catalunya está en juego la vigencia de la Constitución en todo el territorio español. Desde la perspectiva de la democracia y el respeto a las leyes tiene difícil encaje el planteamiento que desde el PSOE ha hecho Meritxell Batet en el sentido de que «no haya vencedores ni vencidos». El anhelo puede ser válido para, a partir de mañana, regresar a la política. Después de restaurar el imperio de la ley. Estos últimos años y meses, y lo que queda después de hoy mismo, conducen inevitablemente a la relectura de la Constitución, una labor que exigirá responsabilidad y serenidad, mucha serenidad. Lejos, en cualquier caso, de las prisas que se han adueñado de parte del espectro político para poner en cuestión el Estado autonómico que, en opinión de la presidenta de Baleares, Francina Armengol, «ha llegado a una situación desesperante y necesita una reforma», en una mal disimulada muestra de tibieza ante la situación provocada en Catalunya por el secesionismo.
El reto, alcanzar el sosiego necesario para hablar de la Constitución desde la razón y sin pasión. Y si otra ha de ser la relación de Catalunya con España, e incluso si ha de existir esa relación, sea, pero desde el respeto a la ley y no por la imposición de más o menos la mitad del censo catalán al resto de ciudadanos de este país.