El Rey, en su duro y me parece que plenamente justificado, alegato contra quienes, desde la Generalitat, nos han llevado hasta aquí, bien podría haber incluido, a las acusaciones de deslealtad, la de la mentira. Porque todo, casi absolutamente todo, de lo actuado desde mucho antes de la madrugada del 1 de octubre, estallido de una revolución de opereta, ha sido mentira. Los catalanes de buena voluntad podrán querer engañarse, pero resulta muy difícil no ver la certeza del enorme pucherazo, y encima chapucero, en que consistió el llamado ‘referéndum de autodeterminación'. Ni Idi Amin, señor absoluto de la dictadura ugandesa en su tiempo, pudo haberlo hecho peor.
Con toda seguridad se puede decir que ni votaron los dos millones doscientas mil personas que fueron ofrecidas en los datos oficiales -ni siquiera medio millón, según estimaciones solventes--, ni se respetaron las mínimas garantías que cualquier país que se quiera democrático exige para considerar válida una votación, ni el relato que se hizo de la jornada respondió en absoluto a la verdad.
Por no ser, ni fueron reales la mayor parte de los heridos en una carga policial que, no me duelen prendas para decirlo, fue en muchos casos excesiva; ni los datos tomados a mano para inscribir a tantos votantes fueron luego computados con un censo inexistente. La historia de la militante de Esquerra a la que rompieron los dedos, y luego resultó que no, me parece altamente instructiva respecto a la mendacidad descarada con la que el ‘procés' ha discurrido y respecto a cómo se las gastan estos golfantes. Pero fue todo ello una mendacidad que los cronistas oficiales de la Generalitat jamás pusieron en tela de juicio. La mentira se extendió también al periodismo, sobre todo en los ámbitos en los que la Generalitat extiende su sombra.
Sé muy bien que los errores desde el Gobierno central, de la Judicatura, de algunos políticos llamados ‘constitucionalistas' y hasta de ciertos medios nacionales y quizá de los servicios de inteligencia, sirvieron para atizar la hoguera de las vanidades de oropel. Les creímos, o no nos tomamos la molestia de no creerlos, y, así, no les hemos denunciado con la rotundidad suficiente.
¿O es que acaso eso que luego se ha llamado, y no me parece la palabra más correcta, ‘traición' de los mossos comandados por el mayor Trapero no era algo que nos constaba desde semanas antes? ¿Qué diablos pensaba el coordinador Pérez de los Cobos que iba a hacer la policía autonómica? ¿Ponerse a sus órdenes? Esos fallos de previsión, ese afán por creerse las mentiras emanadas de la Generalitat y del Govern, eso de engañarnos a nosotros mismos fingiendo creer que la legalidad sería, al final, acatada por los sediciosos en Cataluña, han tenido bastante que ver en la desastrosa estética final de un golpe que, lo admito, estuvo mucho mejor planeado por los insurrectos de lo que podíamos pensar dada su escasa talla intelectual.
Claro que le gran mentira empezó hace muchos años, cuando fingíamos no saber que, en realidad, lo de la Banca Catalana de Pujol era una apropiación indebida como una casa; cuando dijimos que, al fin y al cabo, para desarrollar plenamente el catalán, era lógico que no se permitiese rotular en castellano y que los niños estudiasen solamente en la lengua autonómica. O cuando transigíamos con benévola superioridad ante todas las mixtificaciones históricas y hasta geográficas que inculcaban en la mente de unos escolares a los que, de paso, se les enseñaba a odiar a España.
Así, a quien tanto ha mentido durante tanto tiempo y en casi todo, no le causa ningún problema de conciencia proclamar, con toda la frescura del mundo, que votaron, pese a los impedimentos policiales, dos millones doscientos mil catalanes, aun cuando era patente que las largas colas no se movían, que no había ni colegios ni tiempo suficientes para admitir tal cantidad de gente depositando con garantías de identificación su papeleta. Fabricada, por cierto, en el ordenador de casa o en donde fuere. Ya ni siquiera me detengo a señalar a los muchos que votaron varias veces, como ha quedado archidemostrado: ni los pinochos del Govern han podido refutar esta constatación.
Lo que nadie puede pretender, por muy mal que se hayan hecho las cosas ‘desde Madrid' -que eso daría para un auténtico tratado--, es que, basado en esa superchería, que ha incluido atentados a la seguridad jurídica como el anuncio súbito del ‘censo universal', o la falsía del reconocimiento internacional del ‘procés', un reconocimiento que obviamente no existe, el Parlament pueda el lunes, o nunca, proclamar la independencia de la República de Catalunya. Por muy miope que ande cierta prensa internacional, por muy activos que estén los propagandistas en la Red de cierta potencia del Este, resultaría imposible culminar con esa declaración secesionista un ‘procés' que ha estado plagado de escándalos, bulos y trolas, hasta dejarlo convertido en una enorme quimera.
Esta vez, nadie les creería. Ni Assange, me parece. Claro que mentir es pecado menor que la sedición o que el robo de los corruptos; a eso se debe agarrar el muy religioso Oriol Junqueras, digo yo. No sé por qué me da que todo, hasta ese calendario para la independencia, es más falso que un euro de plástico. A ver si va a tener razón Marx con aquello de que la Historia se repite siempre dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. Porque todo esto ha sido, está siendo, una inmensa farsa puesta en pie por unos titiriteros que son eso, unos farsantes. Y que tendrán que llevarse la superchería con ellos, cuando se marchen por esas tierras de Dios.