Horas antes de la comparecencia de Carles Puigdemont en el Parlament de Cataluña, Josep Borrell dijo que preveía que el presidente catalán iba a evitar la tragedia pero iba a seguir con la comedia. Lo clavó. El discurso fue un amplio memorial de agravios -algunos de los cuales se podrían suscribir porque son historia- en el que, sin embargo, no se vislumbró la mínima autocrítica. Asistimos a una especie de «puigverdad», que como todas las verdades con prefijo suelen ser como poco medias verdades. Pero eso no era lo más importante. La ciudadanía esperaba ver si, después de haberse saltado todas las leyes del Estado al que representa en Cataluña y en virtud de las cuales es presidente, iba a incumplir también sus propias normas, suspendidas por el Tribunal Constitucional pero que él considera las Tablas de Moisés. La fundamental, la Ley de Referéndum que ordena declarar la independencia en 48 horas si tras proclamarse los resultados «oficiales» el sí hubiese ganado. Eso sucedió el viernes pasado.
Parecía imposible, pero lo hizo. Puigdemont armó un argumento según el cual «asume el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república» para, segundos después, «proponer que el Parlament suspenda los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos el diálogo». Los aplausos de los miles de ciudadanos congregados en torno al Parlament tras escuchar lo primero se transformó en silencio denso y estupefacto al oír lo segundo. No arriesgaríamos mucho si dijéramos que era la digna sorpresa del engañado, del ciudadano que reclama un respeto incluso de personas que no se respetan a sí mismos.
Si no fuera todo tan grave, sería divertido el debate suscitado en las horas siguientes y entre gente muy principal y preparada, incluso entre sus exégetas, sobre si Puigdemont declaró o no la independencia. Hay quien piensa que tal declaración no se materializó en forma, imprescindible en una democracia, y hay quien sostiene que uno sólo puede suspender lo que previamente ha declarado. También el gobierno quiere aclarar el desconcierto y ha requerido al presidente catalán que despeje la duda, requisito previo además para poner en marcha el famoso artículo 155 de la Constitución.
Sospecho que no lo hará, porque si asume que ayer en su estrafalario discurso proclamó la independencia de Cataluña lo que menos le preocuparía es la aplicación de ese artículo constitucional sino la imputación automática de un juez por rebelión, en virtud del artículo 472.5 del Código Penal que, diáfanamente, describe como reos de ese delito a quienes «declaran la independencia de una parte del territorio nacional», acción que se castiga con penas de hasta 25 años de prisión. Quizás no le importe en su camino a las páginas del martirologio, pero Puigdemont, que es gente normal como dijo, sabe que mucho peor que cambiar tu domicilio fiscal es que el fiscal te cambie de domicilio.