Han dicho que Imanol nunca aceptó la decisión de Jessy de acabar una relación llena de idas y venidas. Han dicho que no podía soportar que la joven no quisiera estar con él, ni tampoco podía tolerar la orden de alejamiento de 300 metros que le impuso un juez por amenazarla. Dicen, quienes lo conocían, que estaba obsesionado con ella, que estaba muy «enamorado».
¿Cómo se puede permitir nadie hablar de amor cuando este animal salvaje fue a buscarla al colegio, le descerrajó varios disparos delante de su hijo de cuatro años y luego el gran cobarde se dio un tiro en la boca? ¿Cómo se atreven a hablar de amor si este tipejo, adicto al gimnasio obsesionado con su cuerpo, sin oficio conocido, tenía un carácter violento y había sido condenado ya en otra ocasión por lesiones?
La historia de este nuevo caso de violencia machista ocurrido en Elda es similar a otros, aunque su crueldad nos impactó un poco más, tal vez porque la víctima tenía solo 28 años y su asesino la mató en el colegio del hijo de ambos, aterrorizando a todo el mundo. Dicen que cuando la relación entre Jessyca y él terminó las cosas fueron a peor y comenzaron las denuncias. Un juez dictó una orden de alejamiento que él no cumplió, y la joven volvió a denunciarle. Ahí empezó la debacle y su calvario. El martes, la Policía localizó en Elda a Inmanol y lo detuvo. Pasó la noche en el calabozo y el miércoles por la mañana pasó a disposición judicial, pero lejos de amedrentarse o arrepentirse se fue a buscarla y cuando ella estaba ya al volante para volver a casa le descerrajó cinco tiros. Ingresó en el Hospital en estado crítico, en coma y falleció 24 horas después. Dicen que el pequeño que presidió el borrar repetía «papá ha matado a mamá» y muchos escolares, sus padres y profesores fueron testigos del crimen. Y de nuevo esa cifra maldita que con la muerte de Jessy son ya 44 los asesinatos de la violencia machista este año. Este año, 2017, se está convirtiendo en el más sangriento en violencia machista desde que existen estas estadísticas y como he comentado en alguna ocasión, las cifras de esta nueva forma de terrorismo reflejan una realidad evidente: que las mujeres siguen muriendo a palos en la intimidad del hogar, son acuchilladas o abatidas en plena calle, ahogadas e incluso quemadas vivas, mientras nosotros seguimos entretenidos en el debate de si este tipo de hechos tiene un efecto dominó, de imitación o si debemos dar eco informativo o no este tipo de crímenes.
Lo importante no es eso sino ¿por qué? ¿Qué pasa para que las cosas sigan igual incluso peor? Hemos hecho leyes, formado a jueces y policías especializados en este tipo de delitos, roto silencios y miedos, pero algo estamos haciendo mal para que los agresores sigan campando a sus anchas y repitiendo estereotipos de siempre. Y lo peor de todo es que cada día las víctimas son más jóvenes y la impotencia cada vez mayor. Sabemos detectar los síntomas porque los parámetros son idénticos: primero los insultos, luego un empujón, la bofetada, la humillación, el ir minando poco a poco la autoestima, la amenaza con llevarse a los hijos..., y el infierno en la intimidad y la soledad del hogar. Cuando ocurre lo peor... nadie ha oído nada, ni ha intuido nada o hablan de amor, ensuciando esa palabra . Y otra vez el silencio vergonzante de una sociedad incapaz de señalar como apestados a los cobardes. No son hombres corrientes sino asesinos de la peor especie y no es un calentón sino un arma letal capaz de arrasar con todo lo que debería cuidar y proteger.
Con Jessyca han fallado todos los protocolos y ahora todo el mundo se da golpes de pecho alarmado por un suceso terrible. Dicen que era trabajadora, vitalista y luchadora que sus padres y sus tres hermanas están destrozados de dolor porque que no hay consuelo para algo tan terrible, pero lo peor de todo será explicarle a su pequeño el porqué, por qué «papá ha matado a mamá» y nadie lo impidió.