Hace 22 años que demócratas y republicanos, durante el mandato de Bill Clinton, aprobaron el traslado de la Embajada de Estados Unidos a Jerusalén. La decisión de Trump de hacerla efectiva ahora se basa en la constatación de que no puede interferir ya en un proceso de paz por el simple hecho de que no existe voluntad de llevarlo a cabo por parte palestina y es responsabilidad conjunta de los dos grandes partidos de los Estados Unidos, no de la veleidad de un presidente que, haga lo que haga, siempre lo hará mal a los ojos de quienes no le concederán jamás ni el beneficio de la duda.
El mayor obstáculo a la paz no es responsabilidad, por tanto, ni de la derecha estadounidense ni de la exclusiva voluntad de Trump, como puede leerse en muchos medios políticamente correctos, que son los mismos que ignoran que la actitud intransigente de los palestinos, con el grupo terrorista Hamas en primer término, es la que impide el acuerdo desde hace décadas. Son sus líderes y los de algunos países árabes y musulmanes quienes rechazan frontalmente la propia existencia del Estado de Israel. No se trata por tanto de la capitalidad de Jerusalén, sino de un problema más de fondo.
Es paradigmático de nuestro tiempo el afianzamiento de esa dictadura de lo políticamente correcto que se propone eliminar el ejercicio de la crítica excluyendo o demonizando todo aquello que ponga en tela de juicio sus postulados. Se ve con claridad en muchos medios de comunicación, pero también invade el ámbito universitario y el académico, de manera que en cuestión de años se irá conformando un tipo de pensamiento único que es el signo inequívoco de sumisión a la dictadura de unos pocos. Se trata de un fenómeno al que no se esta prestando la atención que merece y que desemboca en paradojas como la que da título a este artículo: está bien lo que hizo Clinton, pero si lo hace ahora Trump resulta intolerable. Y así vamos.