No digo que lo vaya a ser. Hablo de su derecho y su deber de intentarlo. El uno y el otro derivan de las urnas. Allí la candidata de Ciudadanos, Inés Arrimadas, se ganó la preferencia a recabar del Parlament la confianza para convertirse en presidenta de la Generalitat. Es propio de los usos y costumbres en los sistemas democráticos occidentales.
Después de unas elecciones, el jefe del Estado, o el presidente del Parlamento, ha de llamar a los jefes de fila y, tras la consabida ronda de consultas, encargar a uno de ellos que forme gobierno. Como primera fuerza en el mapa político catalán alumbrado el 21 de diciembre, la candidata de Ciudadanos tiene el mejor derecho a intentar la investidura, sabiendo que la matemática parlamentaria no le da la exigida mayoría absoluta en primera votación. Ni en la segunda, cuarenta y ocho horas después, ya por mayoría simple, aunque el bloque independentista se viera privado de los ocho votos pendientes de las decisiones judiciales respecto a diputados electos que están fugados o encarcelados provisionalmente. Ni aún así podría ser investida Inés Arrimadas, que en principio solo dispondría de los votos constitucionalistas (cincuenta y siete), frente a los 70 alineados con la ya fracturada causa separatista y los ocho «comunes» de vaya usted a saber.
Esas son las cuentas. Pero en política el paso del tiempo es una caja de sorpresas. Y hay reglas que desbordan el imperativo de la aritmética parlamentaria. Empezando por el mandato de un millón largo de electores que han votado a Arrimadas bajo promesa de convertirse, o intentarlo, en «presidenta de todos los catalanes». Y siguiendo por las incitaciones políticas, mediáticas, sociales, empresariales, que estos días está recibiendo de los sectores no independentistas, para que tome la iniciativa como primera fuerza del 21-D, para ser «motor y líder» (Guy de Montilla, presidente de la patronal catalana, Foment), para no esconderse, para no eludir responsabilidades, para representar la sed de normalidad que tiene esa mayoría de catalanes contraría al independentismo y, en fin, para no dejar el campo libre al separatismo.
La renuncia a intentar la investidura no solo sería un desaire a sus votantes, aunque la matemática parlamentaria no estuviera de su parte a la hora de las votaciones. Es que además, Ciudadanos cometería un error político de bulto, pues perdería la ocasión de seguir ganando visibilidad como alternativa al independentismo en Cataluña y al bipartidismo en el resto de España.
Si, por el contrario, Arrimadas acepta el encargo preferente de someterse a la investidura, como candidata del partido ganador, obligaría a retratarse a sus competidores en la política nacional, PSOE y PP. No tendrían otro remedio que apoyarla, en nombre del denostado 155 -denostado por quienes quedaron en evidencia, se entiende- y de todo lo vivido en defensa de la legalidad vigente.