Sigo creyendo en los Reyes Magos. Da igual que mis deseos sean cada vez más libertinos y la moral—siempre contra vientos y mareas puritanas—, menos rígida. Y que cada mañana de Reyes el sol esté más alto cuando me acerco a la chimenea, armado con un buen copazo –la ginebra con zumo de pomelo de Buscastell es ya un clásico pitiuso — que me ayudará a soportar valerosamente los frutos kármicos de una conducta licenciosa, pero que me hermana en la ética universal de un presocrático, un pagano piel roja o una danzarina babilónica.
Las ilusiones de los niños son tan sagradas como contagiosas. Las cabalgatas por los pueblos españoles son una hermosa tradición que resiste fuerte en vísperas de la Epifanía, asombrando a los ayatolás de la globalización que pretenden imponernos la visión de un orondo barbudo con los colores del Atleti que aparece entre las dunas ofreciendo una copita de aquavit.
Belén es un área mágica de cuyo telúrico manantial beben las tres grandes religiones monoteístas, que pese a sus deseos de paz siguen a la gresca en nombre del mismo Dios. Y me fascina la historia maravillosa de la Estrella guiadora de los Reyes Magos a través de los desiertos nocturnos, cómo esquivan a los celosos Herodes y llegan a un humilde pesebre para entregar presentes al recién nacido y felicitar a la madre.
La copa está afinada y me sitúa en sintonía, que el estado de ánimo es un ritmo. Y brindo por la Madre y el Niño. El mensaje de alegría, gozo, bondad y esperanza sigue vivo y cálido en el mundo cíclico que los gélidos nanotecnólogos pretenden volver digital. Y prefiero, desde mi cómoda pero no ciega atalaya, creer que en el corazón del hombre sigue latiendo un niño que podrá dominar a los lobos.