Advierto de entrada: estoy encantado de ser español. Este me parece un gran país, aunque perfectamente mejorable. Titulo este comentario como lo titulo porque, sin embargo, siendo un observador de la vida política desde hace ya tantos años, no dejo de sentir envidia por la manera como algunas naciones saben resolver sus cuitas políticas, mientras que, aquí, miren ustedes el galimatías que tenemos montado.
Si le digo la verdad, hasta pereza me da ya, tras cuatro meses escribiendo cada día sobre Cataluña, analizar la última deriva de los Puigdemonts y los Junqueras, Rulls, Turulls, Artadis, Forcadells, Forns y ese largo etcétera del absurdo, que acabará, sospecho, con vuelta a la casilla de salida, es decir, con una repetición de elecciones que seguramente no servirá, tras todo este azaroso camino, de nada. Menudas semanas nos esperan. Sí, ya sé que a usted también le aburre, así que hablemos de otra cosa.
Y usted, yo y casi cualquiera estamos seguros de que, por ejemplo en Alemania, donde tan bien han resuelto su problema territorial -no hablo solamente del engranaje de los Lander; ¡es que en tiempo récord fueron capaces de reunificar las dos Alemanias tras la caída del muro!--, el follón máximo que han montado en Cataluña entre los independentistas, los comunes, los de más allá y los de más acá, hubiera sido imposible. Mejor: impensable. A ver quién sería el guapo que se atreviese a ir al Bundestag a hablar de investiduras telemáticas, sin ir más lejos.
Pero aquí estamos en los que estamos, en la pasión centrífuga en lugar de en la centrípeta, en la división más que en la unidad, en el egoísmo de cada terruño en vez de en la solidaridad. Siempre he pensado que, si en 2008 Zapatero hubiese afinado más el tiro, Rajoy hubiese sido menos irreductible y los demás hubiesen tenido más visión, hubiese sido el momento de proponer o bien un gran acuerdo interpartidario sobre temas fundamentales o, incluso, una gran coalición. Cierto que casi lo lograron cuando, en agosto de 2011, y presionados por la UE, reformaron, de urgencia y con cierta alevosía, un artículo de la Constitución. Pero era ya tarde, y el PP tenía casi ganadas de antemano, por mayoría absoluta, las elecciones de aquel 20 de noviembre.
Con una gran coalición, los desgraciados sucesos en Cataluña no se hubiesen producido; ni las amenazas de los ‘hombres de negro'; ni el inmovilismo reformista de Rajoy -y no solo de Rajoy y del PP, desde luego- se hubiese prolongado más. Tendríamos ya acuerdos de largo alcance en materia de pensiones, educativa, de reforma constitucional. Las excesivas concesiones al PNV para lograr que aprueben los Presupuestos no se hubiesen producido y las formaciones ‘emergentes', especialmente Podemos, hubiesen nacido en condiciones muy distintas.
En fin: no conviene llorar por la leche derramada...
Quienes pensábamos que esa coalición hubiese sido una buena fórmula no pensábamos, creo, en archivar el funcionamiento de los partidos ni el juego Gobierno-oposición. Se hubiese tratado, simplemente, de abrir un espacio temporal fuertemente reformista para iniciar una segunda transición. Pero, claro, no convenía a los intereses de varios partidos, alguno de cuyos dirigentes no quiere ni oír hablar de ‘inventos' como una segunda transición. Y, por el otro lado, a los sonidos de trompeta de que no se puede pactar con corruptos, no hubo acuerdos, necesariamente con fecha de caducidad previamente marcada, que hubiesen arreglado tantas cosas mejorables, y que, por el contrario, empeoraron. Y sí, podemos sentir cuanto entusiasmo queramos porque ya hemos superado los ochenta millones de turistas; pero seguro que usted, que me lee, sabe de qué estoy hablando: no, no todo va bien, ni todo se está haciendo bien.
No sé qué maldición nos impide ser, en lo más positivo y sin perder nuestros valores, semejantes a Alemania. Tres meses han necesitado Merkel y sus contertulios de la izquierda razonable capitaneados por Schulz para poner fin a la indefinición y retornar a la vieja, buena, gran coalición. Aquí, por estos pagos, llevamos dos años y un mes ya en la inseguridad, en una cierta interinidad, en la ocurrencia, en el chantaje de unos a otros y en el descontento político generalizado, para no hablar ya del desconcierto y el escepticismo de los ciudadanos: ni una idea nueva alumbra el secarral político en el que nos habitan.
Cierto que, azuzado por las circunstancias, presionado por el estallido de los pasados casos de corrupción en el PP y sin una verdadera voluntad de diálogo, Rajoy ofreció, hace dos años, formar una coalición a un Pedro Sánchez torpemente anclado en el ‘no, no y no'. Fuéronse y no hubo nada, más allá de los compromisos -no todos cumplidos, desde luego-- que Rajoy se vio obligado a firmar luego con Ciudadanos a cambio de su investidura en noviembre de 2016.
Así que ya digo: Deutschland über alles. A ver, una ración de kartoffel. Doble, si puede ser.