Como no sólo de salsa vive el hombre, peregriné a la antigua Casa de Galicia –hoy Gran Teatro de La Habana– para gozar con el ballet Don Quijote. Fue apoteósico, mestizo y hechicero como el mejor cocktail, frondoso de gracia y belleza, con decorados y vestuario sensuales y elegantes. El trabajo de Alicia Alonso es formidable y el ballet cubano es de los grandes del mundo.
Asistí con una Dulcinea que es orquídea negra de Santiago y ardiente hija de Ochúm. Ella me salvó (“¡Qué descarado que tú eres!”) de salir desnudo y cantando bajo el influjo de lo mágico, tal y como hizo el gran Caruso para escapar del fuego por el Prado, detenido por escándalo público cuando iba ataviado de egipcio Radamés.
La función contagiaba una locura quijotesca muy apta para el realismo mágico que se vive en la capital del Caribe. Hay una vibración jacarandosa que te lleva en ritmo trepidante y regala aventuras al que no se resiste a la corriente onírica, como si fueras Don Quijote en un dorado manantial de ron, chiflado, altivo y a menudo burlado (es parte del juego y solo los tibios merluzos guardan rencor), pero encontrando placeres a cada instante galante.
Pasear Habana es agitarse dentro de una coctelera sensorial; te pierdes y te encuentras charlando con sus gentes, mucho más elegantes e interesantes que la masa turística con sus prejuicios de manual becerril y abominable pinta profiláctica; admiras la armoniosa belleza que inunda una ciudad libre de modernas rameras arquitectónicas (cuando cae el sol los palacios decrépitos adquieren un lifting nocturno, como la vieja hermosa emplea en sus citas la luz de las velas para ocultar arrugas); cortejas a la las tremendas mulatas, aprendiendo la gozosa variación cromática que va de la negra retinta a la rubia dorada, y te sientes quijote entre sueños muy vivos.